Desde que llegamos al campamento militar, han pasado ya una semana y media, unos diez días. La vida aquí no ha sido fácil, pero la rutina ha hecho que nos adaptemos bastante bien. Aunque no haya mucha variedad en cuanto a la comida, el sabor casero y la compañía de mis compañeros médicos hacen que todo sepa mejor. Nos hemos adaptado sorprendentemente bien al lugar, y nuestro equipo médico funciona como una máquina bien engrasada.
Visitar continuamente el pueblo cercano ha sido una experiencia enriquecedora. A pesar de la barrera del idioma, hemos creado lazos con los habitantes locales. Una de las historias más conmovedoras que hemos vivido aquí ha sido la de la madre iraquí y su hija. La niña llegó en muy mal estado con un clavo en el estómago que se había comido porque...son niños y todo se lo llevan a la boca, pero tras unos días de cuidados, logramos estabilizarla. El día que le dimos el alta, la madre lloraba de gratitud. Desde entonces, cada vez que vamos al pueblo, nos recibe con pequeños regalos: fruta fresca, collares hechos a mano con flores, cuencos tejidos por ella, comida típica... siempre algo. Aunque le digo que no es necesario, insiste en darnos algo, y lo aceptamos con el corazón lleno de agradecimiento.
Hoy, después de una larga jornada en la clínica por un par de militares que han caído en mitad de un entrenamiento en montaña, los cuales están bien y fuera de peligro, decidí dar un paseo por el pueblo. Mientras caminaba, sentí una mano en mi hombro. Era la madre iraquí, con una sonrisa radiante y un pequeño paquete envuelto en un paño colorido.
—Dana, para ti —dijo en su idioma, señalándose el corazón y luego a mí. No la entendí, pero escuché "Dana" y luego otra palabra que junto con sus gestos supongo que dijo eso.
—Gracias, de verdad. No era necesario —respondí con una sonrisa, intentando comunicarme con gestos y palabras sencillas.
Ella insistió, empujando el paquete hacia mí. Dentro había un collar de flores frescas. Me lo puse de inmediato, y ella aplaudió, visiblemente emocionada.
—Shukran —dije, utilizando una de las pocas palabras en árabe que había aprendido, que significa "gracias".
Por otro lado, la situación con el Capitán Seo Changbin ha sido complicada desde nuestra discusión hace unos días. La tensión entre nosotros es palpable. Apenas hablamos, y cuando lo hacemos, siempre termina en una pelea. Hoy, por ejemplo, mientras estábamos organizando suministros médicos, Changbin apareció y empezó a cuestionar nuestras prioridades.
—¿Por qué están usando tantos recursos en casos que no son críticos? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Cada paciente es importante, Capitán Seo. No podemos ignorar a los que necesitan ayuda solo porque no están al borde de la muerte —respondí, tratando de mantener la calma.
—Eso no es eficiente. Aquí estamos en un ambiente de recursos limitados —replicó él, visiblemente molesto.
La conversación no llegó a nada y terminamos discutiendo. Es frustrante, porque aunque entiendo su punto de vista, no puedo dejar de pensar en el bienestar de cada persona que llega a nuestra clínica, y eso que la mayoría son sus subordinados.
Afortunadamente, no todo es conflicto. Chan, Jeongin y ahora Minho se han integrado perfectamente con nuestro equipo médico. Siempre están dispuestos a echar una mano y, en más de una ocasión, nos han ayudado a levantar el ánimo con su sentido del humor.
Hoy, después de la cena, nos reunimos todos en la pequeña sala común. Chan estaba contando una historia divertida de su entrenamiento militar, haciendo que todos nos riéramos.
—Y entonces, el sargento dijo: "¡Si no puedes con las flexiones, puedes intentarlo en sueños!" —dijo Chan, imitando la voz ronca del sargento.
—¡Eso suena como una pesadilla! —dijo Jeongin, riendo.
Minho, que estaba sentado a mi lado, se inclinó hacia mí y susurró:
—Es bueno ver a todos reírse después de un día tan largo.
Asentí, agradecida por esos momentos de camaradería que nos mantenían unidos y fuertes.
Al final del día, mientras me preparaba para dormir, no podía dejar de pensar en el contraste de emociones que vivimos aquí: la gratitud de la madre iraquí, las tensiones con el Capitán, y la amistad con mis compañeros y nuevos conocidos.
Pero todo cambió aquel día.
Aquel dichoso día.
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Hoy fue uno de esos días en los que la rutina del campamento se rompe con una visita al pueblo. Jeongin, siempre dispuesto a ayudarnos, nos llevó al pequeño poblado donde realizamos chequeos médicos gratuitos. Félix, Seungmin, una de nuestras enfermeras, y yo íbamos cargados con equipos médicos y medicinas básicas. Nos aseguramos de tener todo lo necesario para tratar desde dolores de huesos hasta pequeñas heridas de los niños.
El viaje en el vehículo militar fue tranquilo. Jeongin, al volante, nos contaba historias del lugar.
—El pueblo es pequeño, pero la gente es muy acogedora, ya lo habréis notado —dijo mientras conducía por los polvorientos caminos—. Les encanta vernos llegar. Para ellos, somos una especie de milagro.
—Eso me alegra —respondí, mirando por la ventana—. Es gratificante saber que nuestra presencia significa tanto.
Félix, que iba sentado a mi lado, añadió:
—Sí, y es una oportunidad para conocer mejor a las personas por las que estamos aquí.
Seungmin, siempre atento a los detalles, revisaba una lista de los suministros.
—Tenemos suficiente para hoy, ¿tú qué opinas? —le preguntó a nuestra compañera enfermera.
—Sí, parece que estamos bien. Solo debemos asegurarnos de usar todo de manera eficiente —respondió ella, mirando el botiquín lleno de medicinas y vendajes.
Llegamos al pueblo y los habitantes ya nos estaban esperando. Nos recibieron con sonrisas y gestos de agradecimiento. Jeongin nos guió hacia la pequeña plaza central, donde instalamos una mesa y comenzamos a preparar nuestro equipo.
Una madre se acercó con su hijo pequeño, que tenía una rodilla raspada. La enfermera se encargó de él con la ternura y paciencia que la caracterizan.
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Editado: 08.08.2024