El frío fue lo primero que sintió. Un frío diferente, más crudo y salvaje que el que había experimentado antes en Noruega. Astrid abrió los ojos lentamente, su cabeza palpitando como si hubiera dado vueltas durante horas. El cielo sobre ella seguía siendo el mismo, pero algo había cambiado. El aire olía diferente: a humo de leña, a tierra húmeda, a algo primitivo y antiguo.
Se incorporó con dificultad. El claro donde había estado el portal seguía allí, pero los árboles parecían más jóvenes, más robustos. Las marcas en las piedras que antes apenas se distinguían ahora brillaban con nitidez, profundamente talladas en la roca.
—Maren... —susurró, pero su voz sonó extraña en el silencio del bosque.
Un crujido entre los árboles la hizo girarse bruscamente. Su corazón se detuvo por un instante cuando vio las figuras que emergían de la espesura. Eran hombres, altos y fornidos, vestidos con pieles y cuero. Llevaban hachas y espadas al cinto, y sus rostros mostraban una mezcla de sorpresa y recelo.
El pánico la paralizó. No necesitaba ser historiadora para reconocer lo que estaba viendo. Las trenzas en sus barbas, los broches metálicos que sujetaban sus capas, los escudos redondos a sus espaldas... eran vikingos. Vikingos reales, no actores de una película o recreacionistas de un museo.
Uno de ellos dio un paso al frente, y por un instante, el miedo de Astrid se mezcló con algo más, algo que no esperaba sentir en una situación tan peligrosa. Era más alto que los demás, su figura imponente delineada por músculos forjados en batalla. Su cabello, de un rubio profundo como la miel dorada, estaba recogido en una compleja trenza que caía sobre su hombro, enmarcando un rostro que parecía esculpido por los propios dioses nórdicos. Una cicatriz cruzaba su mejilla izquierda, pero en lugar de desfigurarlo, añadía un aire de peligrosa sensualidad a sus facciones. Sus ojos, de un azul tan claro como el hielo del fiordo, la estudiaban con una intensidad que la hizo estremecer, y no enteramente de miedo. Bajo su barba rubia, cuidadosamente trenzada con cuentas de plata, sus labios se curvaban en una línea firme que sugería tanto autoridad como una cierta curiosidad contenida.
—*Hver ert þú?* —su voz era profunda, autoritaria.
Astrid retrocedió un paso, tropezando con sus propios pies. Su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Qué idioma era ese? ¿Nórdico antiguo?
El hombre frunció el ceño ante su silencio y repitió la pregunta, esta vez en un tono más amenazante. Otro de los guerreros murmuró algo sobre *seiðr*, una palabra que le sonaba vagamente de las leyendas que Maren le había contado sobre magia nórdica.
—Yo... —comenzó Astrid, su voz temblando—. No entiendo...
El líder entrecerró los ojos al escucharla hablar. Se volvió hacia uno de sus compañeros y dijo algo en su idioma. El otro hombre asintió y se adelantó. Era más bajo y de aspecto menos intimidante, con algunas canas en su barba trenzada.
—¿Hablas la lengua de los francos? —preguntó en un latín rudimentario pero comprensible.
Astrid sintió que sus rodillas se debilitaban. Gracias a sus años de estudio del latín en la universidad, podía entenderlo, aunque fuera básico.
—Sí —respondió en el mismo idioma, su mente trabajando frenéticamente para recordar las conjugaciones correctas—. Me... me he perdido.
El hombre tradujo para los demás. El líder, que no había apartado sus ojos de ella, dio otro paso adelante. Ahora podía ver los detalles de su rostro con más claridad: la mandíbula fuerte, las pequeñas arrugas alrededor de sus ojos, el broche de plata que sujetaba su capa de piel.
—Soy Erik Ragnarsson —dijo a través del intérprete—. Y estás en mis tierras. ¿De dónde vienes?
Astrid tragó saliva, luchando por mantener la compostura mientras su mente registraba involuntariamente cada detalle de él: la forma en que los músculos de sus brazos se flexionaban bajo las mangas de su túnica al hacer el más mínimo movimiento, el contraste entre la dureza de su mandíbula y la suavidad casi poética de sus labios, la manera en que su presencia parecía llenar todo el espacio entre ellos con una energía casi palpable. Se reprendió mentalmente por notar tales cosas en una situación tan peligrosa. ¿Qué podía decir? ¿La verdad? ¿Que venía del futuro, de un tiempo donde los vikingos solo existían en los libros de historia?
—De... de muy lejos —respondió finalmente—. Del sur.
Erik intercambió miradas con sus hombres. Uno de ellos, el más joven, señaló la ropa de Astrid y dijo algo que provocó risas tensas entre los demás.
—Tus ropas son extrañas —tradujo el intérprete—. Y apareciste en el círculo sagrado. ¿Eres una völva? ¿Una bruja?
Antes de que pudiera responder, un cuerno sonó en la distancia. Erik levantó la cabeza bruscamente, como un lobo que huele el peligro. Ladró una orden y los hombres inmediatamente adoptaron posiciones defensivas.
—Sigurd —gruñó Erik, y aunque Astrid no entendía la lengua nórdica, el odio en su voz era inconfundible.
Se volvió hacia ella y, sin previo aviso, la agarró del brazo. Su agarre era firme pero no brutal, y sus ojos transmitían una urgencia que transcendía las barreras del idioma.
—Vienes con nosotros —dijo a través del intérprete—. Si eres una espía de Sigurd, lo descubriré. Si no lo eres... —hizo una pausa, estudiando su rostro—. Entonces los dioses sabrán por qué te han enviado a mis tierras.
Otro cuerno sonó, más cerca esta vez. Erik la arrastró con él hacia el bosque. Astrid tropezó, sus piernas temblando tanto que apenas podían sostenerla. El pánico amenazaba con ahogarla mientras su mente intentaba procesar lo imposible de su situación.
—Por favor —susurró en español, olvidando el latín, las lágrimas comenzando a caer por sus mejillas—. Por favor, esto no puede estar pasando.
Los hombres se movían rápidamente entre los árboles, sus armas tintineando con cada paso. El agarre de Erik en su brazo era lo único que la mantenía en pie mientras atravesaban la espesura. Su corazón latía tan fuerte que sentía que iba a explotar, y el miedo le revolvía el estómago. ¿Dónde estaba Maren? ¿El portal? ¿Su mundo?
Editado: 05.01.2025