Corazón de hielo

Capítulo 4

El poblado vikingo apareció ante sus ojos como una visión sacada de un libro de historia. Casas largas de madera con techos de paja se alzaban contra el cielo gris, el humo de sus hogares elevándose en columnas rectas. Una empalizada de troncos rodeaba el asentamiento, y en el puerto, varios drakkars se mecían suavemente en las aguas del fiordo.

Astrid apenas podía mantenerse en pie. El frío, el miedo y el agotamiento de la carrera por el bosque la habían dejado temblando. Su ropa moderna, aunque adecuada para el invierno noruego del siglo XXI, parecía absurdamente fuera de lugar en este escenario primitivo.

La gente comenzó a reunirse alrededor de ellos mientras entraban por la puerta principal. Mujeres con vestidos largos y delantales, niños con ropas de lana y pieles, hombres interrumpiendo sus tareas para observar a la extraña recién llegada. Sus murmullos en nórdico antiguo la envolvían como un zumbido amenazador.

Erik la condujo hacia la casa más grande, su mano aún firmemente cerrada alrededor de su brazo. El intérprete, que había dicho llamarse Halfdan, los seguía de cerca.

—¿Qué van a hacer conmigo? —preguntó Astrid en latín, su voz apenas un susurro.

Antes de que Halfdan pudiera traducir, una mujer mayor emergió de la casa larga. Su cabello gris estaba recogido en una trenza elaborada, y llevaba un vestido azul oscuro con broches de plata. Sus ojos, agudos como los de un halcón, se clavaron inmediatamente en Astrid.

—*Erik, hvem er denne kvinnen?* —su voz era firme, autoritaria.

Erik respondió en su lengua, gesticulando hacia el bosque. La mujer escuchó atentamente, sus ojos nunca abandonando a Astrid. Finalmente, se acercó a ella.

—Soy Helga —dijo en un latín sorprendentemente fluido—. La madre de Erik.

Astrid parpadeó, sorprendida por escuchar un latín más refinado que el de Halfdan.

—Yo... me llamo Astrid —respondió, intentando que su voz no temblara.

—¿De dónde vienes realmente, niña? —preguntó Helga, estudiando su ropa con curiosidad—. Tus ropas son como nada que haya visto, y he comerciado con gente de tierras muy lejanas.

El pánico volvió a crecer en su pecho. ¿Qué podía decir? ¿Cuál sería la mentira más creíble?

—Yo...

Sus piernas finalmente cedieron. El mundo comenzó a girar y lo último que vio antes de que la oscuridad la reclamara fue el rostro preocupado de Helga y las manos fuertes de Erik sosteniéndola antes de que golpeara el suelo.

Cuando recuperó la consciencia, estaba tumbada en algo suave. Pieles, se dio cuenta al tocarlas. El olor a humo de leña y a algo que podría ser comida flotaba en el aire. Abrió los ojos lentamente.

Se encontraba en el interior de la casa larga. El fuego ardía en el hogar central, y la luz bailaba en las vigas de madera del techo. Helga estaba sentada a su lado, machacando algo en un cuenco de madera.

—Has estado inconsciente durante una hora —dijo la mujer sin levantar la vista de su tarea—. El miedo y el frío pueden ser enemigos mortales.

Astrid intentó incorporarse, pero Helga puso una mano firme sobre su hombro.

—Quieta. Bebe esto primero.

Le tendió un cuenco con un líquido caliente que olía a hierbas. Astrid dudó.

—No está envenenado —dijo Helga con un atisbo de diversión en su voz—. Si quisiéramos matarte, hay formas más simples.

Con manos temblorosas, Astrid tomó el cuenco y bebió. El líquido era amargo pero reconfortante, y poco a poco sintió que el calor volvía a su cuerpo.

—Mi hijo cree que podrías ser una espía —continuó Helga, observándola atentamente—. Sigurd ha intentado infiltrar gente en nuestro clan antes. Pero yo he visto el miedo en tus ojos, niña. Es el miedo de alguien que está más perdida de lo que nadie pueda imaginar.

Las lágrimas comenzaron a brotar de nuevo. Astrid intentó contenerlas, pero era imposible.

—No sé qué hacer —susurró—. No sé cómo he llegado aquí, ni cómo volver a casa.

Helga la observó en silencio durante un largo momento.

—Los dioses tienen sus razones —dijo finalmente—. A veces nos ponen pruebas que no entendemos. —Se levantó con la agilidad de alguien más joven—. Por ahora, descansa. Nadie te hará daño mientras estés bajo mi protección.

Se dirigió hacia la puerta, donde Erik esperaba en las sombras. Intercambiaron algunas palabras en su idioma. Astrid captó su nombre varias veces en la conversación.

—Una cosa más —dijo Helga, volviéndose hacia ella—. Si realmente eres una espía, si traicionas la confianza que estoy poniendo en ti, no habrá lugar en los nueve mundos donde puedas esconderte de mi ira.

Y con esas palabras, salió, dejando a Astrid temblando bajo las pieles, consciente de la mirada penetrante de Erik desde las sombras, y preguntándose si la protección de Helga sería suficiente para mantenerla con vida en este mundo salvaje y desconocido.




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