Corazón Dorado

Un hombre intimidante


Gaby consideraba que el atuendo que le había prestado a raíz de la pérdida de su ropa por el fango, tenía garra. El vestido turquesa con estampado de tigre, favorecía sus impresionantes ojos azules y contorneaban de manera sexy sus caderas. Estaba cañón. 

 —¿Acaso mi ropa no es lo suficientemente buena para ti? Discúlpame por no ofrecerle un Carolina Herrera a la señorita Alcántara. Pero sabes que me dedico a la prostitución e igual viniste, imbécil.

—No es lo que intento decir de ninguna manera. Es que... —hizo un gesto abarcando el lugar—Gaby, ve donde estoy. ¿No crees que con esta ropa tan reveladora puedan confundirme? Porqué mejor no me das las llaves y te espero en la habitación.

—Oh, ni se te ocurra—exclamó despavorida—. Tuve una pelea hace poco con Topacio y si la muy perra te confunde conmigo te puede rajar. Es buena con la navaja. ¿Por qué crees que no te dejé allá sola? Me moriría si te pasara algo, Nella.

—Ajá. Sigues de camorrera, como en la escuela. Cosechando amistades. Qué orgullo debes sentir.

—Tú lo has dicho. No te va a pasar nada, te lo prometo. 

Se cruzó de brazos y miró a Gabriela con desaprobación. La descarada rubia de cabello rizado y ojos café, le devolvió la mirada de forma altanera. Desde pequeñas se tuvieron un cariño de hermanas que se fraguó en la desgracia. Cuando Antonella fue a replicarle, Gaby ya se encontraba lejos. 

—¡Tú eres la imbécil!—gritó con el puño levantado lo que provocó que se le subiera el vestido y todos en el lugar la miraron —¡Mierda! —Peleó con la tela elástica hasta que la bajó. Qué caso tenía, Gaby solo usaba excusas de ropa por su profesión. 

Con los labios apretados observó a Gabriela alejarse con sus andares sexis envueltos en aquel vestido de pésima calidad pero que le sentaba como guante. Le había dicho que solo serían unos pocos minutos mientras negociaba la noche, con el negro. 

Gabriela prefería mantenerlo contento ya que el minero era generoso cuando le ofrecía sus atrevidos mimos y ella disfrutaba prodigárselos. La verdad, es que a pesar de no ser un adonis era un hombre sexi o eso le parecía a Gabriela. Con una risotada y un meneo Gaby hizo su llegada hasta él. El hombre que parecía una sombra de noche no tardó en ponerle la mano en el trasero y masajeárselo con propiedad. 

Antonella puso los ojos en blancos al ver el panorama que se le presentaba.

 —Como a un idiota se le ocurra hacerme lo mismo, le arrancaré la cabeza—murmuró.

Antonella se apretó las sienes, su acostumbrada jaqueca quería resurgir para atormentarla. Era partidaria del orden, la planificación y las soluciones lógicas. Pero hacía rato que su vida había saltado por un despeñadero que la arrastraba frecuentemente a la desesperación. Se agotaba de solo pensarlo. Pasó un rato reflexionando amargamente acerca de cuándo se jodió su vida mientras su mirada se perdía en los matorrales que bordeaban el chiringuito. Había concluido hace años que la muerte de su madre fue el desencadenante de todo lo demás. A menudo lo veía todo como un efecto dominó. Eso le provocaba fuertes jaquecas, como si su mente racional se negara a aceptar el caos de su vida. Pero así estaban las cosas. Para bien o para mal, debía asumirlo.

Como el hecho de que Gabriela tardara tanto. 

Ya había pasado un rato desde que se había perdido entre unas cortinas improvisadas en los matorrales. Antonella sospechó que allí ocurrían los encuentros sexuales. La muy descarada le había guiñado un ojo y le hizo un gesto que interpretó como solo un ratito. El recuerdo la tensó, y más cuando notó que no era la única pareja, más de una se había perdido excesivamente cariñosa entre las cortinas o los matorrales. Al parecer el cliente de su amiga no se había conformado con un manoseo sobre la ropa y ésta tuvo que complacerle con algo más ¿profundo?
Deprimida, se respaldó sobre uno de los pilares. 

¿Qué tenía en la cabeza para creer que la solución a sus problemas era llegar brincando en un bus baqueteado al fin del mundo? Porque eso era Casablanca, un pedazo de tierra caliente y llena de depravaciones que se encontraba al sur de Venezuela. Y lo peor ¿qué otra opción tenía? 

Ninguna. Esa era la verdad.

Necesitaba dinero con urgencia. Su padre no había hecho otra cosa que malbaratar su herencia, como el bellaco que era.. y beber. Estaba agotada de hacer todo tipo de trabajitos extras en la ciudad y, por mucho que se esforzara, la situación se la estaba tragando sin piedad.

Aunque Gaby nunca la traería a Casablanca para prostituirse, había decidido aventurarse con el comercio informal. Casablanca era un pueblo minero. Y al serlo, era apartado y carecía de tantos servicios que el comercio informal resultaba atractivo. Eran muchos los que se aventuraban desde las ciudades aledañas para vender cosas mundanas como el agua potable, comida, incluso ropa; y obtener así importantes ganancias. Era usual el intercambio de diferentes rubros por dinero o, mejor aún, por oro. Para estos intercambios comerciales lo usual era usar un polvillo de oro denominado «viruta de oro» que permitía realizar pagos pequeños y moderados. El oro también podía fundirse y convertirse en lingotes de diversos tamaños y kilates; esto para pagos de mayor índole. Además, el dinero en efectivo fluía por las calles del desvencijado pueblo, como un río caudaloso y sin control. Estos pueblos improvisados alrededor de la actividad minera habían nacido por el azar y la ambición, y como tal, eran ajenos a la ley. 

Por tal motivo Antonella había llevado las exquisitas tortas que había preparado Yayita y así probar suerte. Así llegó a Casablanca, con toda la esperanza de poder venderlas y obtener el dinero que necesitaba. Ese era su plan. Pero al bajarse del bus, pisó mal y acabó metida de cabeza en un pozo de fango. 

Adiós plan. Adiós ropa. Adiós dinero.

No le quedó más remedio que taparse con el remedo de ropa de su amiga y seguirla a sol y sombra. Estaba metida en un buen lío ¿qué más podía hacer? ¿de dónde sacaría dinero? Sus neuronas no daban para más. Ni su cuerpo agotado. Parecía que la desgracia no dejaba de perseguirla. 
Cerró los ojos y se abrazó a sí misma recostándose contra un pilar, intentando, entre las sombras, ocultar su cuerpo de la mirada lujuriosa de los hombres. 




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