Corazón Dorado

Un desprecio puede salir muy caro

—Eres preciosa, seguro que te lo han dicho. Pero me queda una duda, y solo tú puedes aclararla.
—¿Ajá?
—¿Esas pecas que invitan al pecado se riegan por todo tu cuerpo?
—¿Perdón?
—No hay perdón con tu nombre. Solo pecado, muñeca. Te lo aseguro.
—Mira, de verdad está confundido. Yo... 
—No me equivoco. Tienes problemas y viniste a este infierno olvidado por Dios buscando el Dorado prometido. No importa quien hayas sido, ni de donde vengas. Importan las alianzas que estés dispuesta a hacer. Y estoy más que dispuesto a brindarte mi mano amiga. Te advierto, no es algo que debas tomar a la ligera.

La miró de arriba abajo, recorriendo su cuerpo con lentitud mientras se empinaba la cerveza. 

El deseo en su estado más puro.

—Te quiero para mí este fin de semana. Por entera y sin condiciones. 

Ella casi se atraganta de la impresión. Y más por su firmeza. Era orgullo puro, peligro y decisión envuelto en una camisa caqui arremangada que dejaba ver el vello de su pecho y unos vaqueros sucios y gastados.

—¡No soy una prostituta!
—Jú, eso ya lo sé...—añadió, restándole importancia a la información y a la cara de susto de ella—. Igual te quiero para mí y estoy dispuesto a pagar lo que sea por tu cuerpo. 
—¿Está loco? 

Él endureció la mirada y posó su mano en la empuñadura de su cuchillo. 

—Cuidado... Nadie me habla así, por mucho que me guste su culo.
—Discúlpela, Capitán—se apresuró a intervenir Gabriela, quien había visto el jaleo—. Solo vino de paso. Discúlpela, por favor, ella no conoce la ley de la mina.
Gabriela tomó a Antonella del brazo y se la llevó rumbo a su habitación. Durante el camino de salida del bar, Antonella no dejó de notar esa mirada dorada fija en ella mientras su dueño se empinaba la cerveza de un trago. 

Echaba chispas. 

La habitación de Gabriela no estaba lejos del chiringuito. Era un desastre, pero era suya. Al abrir la puerta encontraron la cama igual de revuelta que como la había dejado. Gabriela fue directa a su destartalada nevera y tomó una botella de licor. 

Tomó un trago mientras Nella se dejaba caer en una silla sintiendo su corazón palpitar con fuerza.

—Por Dios, Gaby. Ese hombre me tenía asustada—dijo—. ¿Viste cómo me acorraló? 

Gabriela le pasó la botella sin decir nada. No sabía como decirle a su amiga de que acababa de cometer un gran error. Nella tomó un poco de licor arrugando la cara. Prefería no tomar alcohol pero estaba muy nerviosa a raíz del encuentro con ese horrible hombre. 

—El el Capitán se veía enojado.
—Problema suyo. Ese troglodita me confundió con una prostituta y cuando le dije que no lo era, insistió en que pagaría por mi cuerpo ¿te puedes imaginar? Como si eso fuera posible.

Echó hacía atrás su cabello en un gesto que denotaba su buena cuna aunque ella fuera inconsciente de ello.

—¿Eso hizo?
—Sí.
—¿Y en ese momento decidiste llamarle loco frente al pueblo entero? Menudo lío.
—Eso digo.

Gabriela se empinó un trago soltando un improperio, se sentía muy frustrada por lo que acababa de pasar. Le acercó la botella a Nella pero esta vez se negó. 

—No. Gaby, tú sabes muy bien que las mujeres somos dueñas de nuestros cuerpos y no solo un objeto sexual. Qué te ganes la vida ofreciendo tu cuerpo, no significa que siempre debes decir sí. ¿Verdad? , necesito pensar qué voy a hacer a partir de ahora. Necesito dinero, y urgente. No puedo volver sin nada después de todo lo que invertí para esta aventura. Los gastos en la villa son tan altos que estoy considerando venderla—se frotó la cara, invadida de preocupación—. No puedo darle largas a esto. Ya que las tortas no son una opción inmediata, dime qué cartas tengo para jugarme en este pueblucho antes de irme.

Miró a Gabriela buscando una respuesta. Ella llevaba cara del que asiste a un funeral.

—Bueno, tenía una carta bajo la manga—murmuró—La acabas de echar a la basura hace cinco minutos.

—¿A qué te refieres?

La rubia se recostó del respaldo de la silla, tomó otro trago y miró a Antonella. Joven, de piel blanca y cabellera negra, grandes ojos azules enmarcados por largas pestañas; ojos que habían adquirido con los años un velo de desesperación. Gabriela deseaba darle buenas noticias. Cómo querría hacerlo. Pero no podía.

—Bueno, no tienes nada que vender y si no te prostituyes… —Gabriela se apresuró a levantar la mano para acallarla ya que se había sobresaltado con el comentario. Continuó—No te estoy pidiendo que lo hagas—aclaró—. Solo te informo que acá las opciones son mínimas. La carta que tenía bajo la manga cuando perdiste tus tortas era pedirle al único hombre con poder en este pueblo que te contratara para algún trabajito que le surgiera. El dueño de la mina. Ese que tiene bajo su mando a varios trabajadores: el Capitán.

Nella dio un respingo al escuchar el apodo del minero que acababa de despreciar.

—¿Qué...? ¿Te refieres al tarzán que quería entrar a mi cueva?
—Sí, a ese mismo. Mira, él es una especie de terrateniente que nos protege y nos pone el pan en la boca—explicó Gabriela—. Y el único capaz de ofrecerte empleo. Eso por las buenas... Aunque dudo que la idea de contratarte le entusiasme cuando le has dicho loco delante de todos. Para el Capitán lo más sagrado es el respeto. Y por todos es sabido que puede llegar a ser cruel si se lo propone. 
—Mierda.
—Caerle mal al Capitán es caer en desgracia. Por lo menos por estas tierras. 
—Quieres decir... —Nella se lamió los labios, de pronto los sintió muy secos.

Señaló hacia la puerta, hacia ese lugar más allá de las paredes que compartían, donde unos ojos dorados la atravesaron con furia.

 —Lo que tú quieres decir es que… ¿este hombre es el… dueño del pueblo?
—Aquí no funcionan las leyes como en la ciudad. Quien tiene el oro tiene el poder. Y sí, digamos, que el tipo tiene mucho poder. Si el Capitán quiere borrarte del mapa, solo tiene que chasquear los dedos. 




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