Corazón Dorado

Solo un bastardo

Emiliano, alias el Capitán, quedó muy sorprendido con la entrada del conjunto residencial donde vivía Antonella. Sabía que la joven era de buena cuna pero la fachada que estaba ante él resultó magnífica. El sendero rodeado de césped perfectamente podado e inmensamente largo salpicado de flores alineadas que llevaba a una villa donde las ¿casas? Quintas, para ser exactos; no tenían nada que ver con Casablanca.

Detuvo el jeep ante la magnífica entrada que constituía el exclusivo mundo al que pertenecía Antonella.

—Debo anunciarlo para que nos deje pasar.
—Te daré una hora para que te prepares y veas a los tuyos y luego vendré.
—¿Y usted qué hará en ese rato?—preguntó alarmada.
—Unas diligencias.
—¿Tiene diligencias que hacer aquí en la ciudad? —preguntó con curiosidad.
—Jú, mujer, sabes que tu Capitán es un hombre de ley y si no tiene trabajo, se lo inventa.
—Es cierto—sonrió con dulzura.
—Qué bonita, ven y dame un beso.

Nella obedeció su orden en el acto, colocó una mano en esa mejilla sin afeitar y le dio un beso largo a esos labios carnosos y cumplidores. El Capitán la tomó del codo y la retuvo más tiempo del requerido para un beso de despedida, hasta que escuchó el sonido de un claxon detrás de ellos.

—Lo estaré esperando... no tarde mucho—murmuró cerrándole el botón superior de la camisa.
—¿Qué le dirás a tu yaya de mí? —inquirió clavando sus ojos dorados en ella.
Nella se mordió el labio.
—No lo sé. Es un detector de mentiras y como se entere de lo nuestro, se muere en el acto.
—¿Tan malo es lo que tenemos? Yo no lo siento así.
Nella le sostuvo la mirada.
—Yo tampoco.
El claxon volvió a sonar mientras se sostenían la mirada.
—De acuerdo. Espera a que llegue y vemos que inventamos para no matar a tu yaya. Ahora, bájate, antes de que mate al imbécil que viene detrás de nosotros.

Fue cruzar la puerta y sumergirse en problemas.

Leticia, la enfermera que acompañaba a Yaya, le hizo un recuento de lo ocurrido durante su ausencia. Su padre, Gerardo Alcántara, había hecho una serie de destrozos en la casa familiar. Un día despertó preso de una crisis nerviosa que solo disipó cuando estrelló varios electrodomésticos contra las paredes.

—No quise decírtelo por teléfono Nella, pero se comportó como un salvaje y me asusté mucho. Gracias a Dios que esa noche María estaba dopada y no despertó a pesar del escándalo porque creo que de la impresión se habría convertido en tragedia.
—Sí, gracias a Dios.

Antonella vio con tristeza los agujeros que lucían las paredes. Otro asunto más que debía arreglar. Su padre había aventado una licuadora, un extractor de jugo y la waflera. Todas eran cosas materiales que podían reponerse. Pero su yaya no.
Con gesto ausente palmeó el brazo de Leticia al pasar a su lado.

—Gracias por cuidarla.
—Nella, convivir con tu padre es muy difícil. Se niega a comer, se niega a bañarse. Y cuando está borracho arma unos escándalos que me ponen la piel de gallina. La verdad no creo poder aguantar por mucho tiempo.
—No. No me dejes, cuento contigo. No puedo hacer esto sin ti Leticia por favor.

Nella se aferró a su brazo como si fuera su tabla de salvación.

—No es seguro para nadie. ¿Y si en una borrachera le da por incendiarlo todo?
—Nunca ha sido violento, ni pirómano. Solo un idiota.
—Pues tu idiota lleva una semana desaparecido.
—¡Una semana! —Nella se llevó la mano a la cara.
—Sí, con el escándalo llegaron los de seguridad de la villa y lo sacaron a rastras, desde ese día desapareció del mapa.

Nella recordó que la última vez que su padre desapareció tuvieron que ingresarlo a una clínica con síntomas de pulmonía.

—Debo buscarlo.

La conocida sensación se le desenroscaba muy dentro, un asqueroso cóctel donde burbujeaba la amargura y el odio intenso hacia su progenitor.

—¿Nella? ¿Eres tú, hija?
—María, deberías estar descansando—le riñó Leti al verla aferrada al pasamanos de la escalera. Luego se dirigió a Nella—. Hoy le hicieron quimio y está muy débil.

Antonella corrió hasta sus brazos y la sostuvo.

—Si eres tú. Creí que estaba soñando. Pero aquí estás.
—Aquí estoy.Estoy contigo yaya mía.

La abrazó muy fuerte. Como deseaba levantar la mirada y encontrar a su nana sana y rozagante. La enfermedad se la estaba arrebatando y eso le rompía el corazón.


—Te quiero tanto, Yaya...
—Si me dejas respirar quizá sobreviva.
—Oh, lo siento.

Aunque suavizó el abrazo Nella no dejó de sostenerla. María la estudió con aprobación. Estaba ligeramente bronceada, y ese deje dorado relucía ante sus ojos azules como la arena de las mejores playas del Caribe. Se veían descansados y aunque, perlados por las lágrimas se veían felices.

—Te ves bien, hija.
—Te lo dije cuando hablamos por teléfono pero no me creías, ahora ya me ves.
—Sí, ya lo veo.

Nella la abrazó de nuevo y la llevó hasta el sofá donde conversaron solo cosas bonitas y se dieron cariño. El mejor tratamiento que podía darle Nella era el cariño que salía de su corazón. Una hora pasó volando cuando llegó un mensaje «Tu Capitán llegó»

—¿Qué pasó, hija?
—Nada, ya vuelvo.




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