Corazón Dorado

Gerardo

Un hombre con el rostro grisáseo y desencajado se hallaba tirado sobre una bolsa con desechos. Estaba descalzo y descamisado, con los pies rotos y moretones en su torso esquelético.
El Capitán paseó su mirada por la escena grotesca luego la llevó hasta Antonella. Estaba pálida como una muerta y la barbilla le temblaba incontrolablemente apunto de un ataque de llanto. Emiliano nunca la había visto tan alterada y acercó la mano ansiando consolarla, pero ella se apartó.

—No, no merece ni una sola de mis lágrimas—Antonella se limpió las lágrimas con furia y se marchó dejándolo inmerso en el deseo salvaje de despertar a patadas a aquel hombre. Se contuvo, Nella no le agradecería por ello.
—¡Eres un maldito cabrón!

El Capitán se quitó las prendas superiores que había comprando para impresionar a la nana de su mujer y dejando su torso desnudo se echó el hombre al hombro. Temía que su ropa se impregnara del intenso tufo que tenía el padre de Antonella. Echó un vistazo al jeep donde Nella se frotaba las sienes una y otra vez.
Los ojos le brillaron asesinos.
—Te lo haré pagar, maldito.

Al llegar al Hospital todos parecían conocerla y cuáles eran los procedimientos pertinentes por la llegada de Gerardo Alcántara. Eso no escapó de la mirada aguda del Capitán como tampoco del estado de trance en que Nella se encontraba desde que hallaron a su padre insconsciente sobre una bolsa de desechos.

Parecía como si su alma se hubiese esfumado del cuerpo. Y eso le preocupó. Hizo lo que pudo para ayudarla y los médicos hicieron lo suyo. Sabían quién era Gerardo Alcántara y qué se hacía cuando llegaba. Aunque ninguno se refería a él con el título de doctor. El Capitán percibió que se ahorraban comentarios por respeto a Nella.

Hastiado se fue al sanitaro y fregó sus manos con fruición. Aun sentía el hedor de Gerardo Alcántara. Se le iban a saltar los dientes si seguía apretando la mandíbula, pero no pudo evitarlo. En esos meses que había compartido con Nella se había deslizado rápidamente por la resbaladilla del amor. Conocía el amor porque amó a su madre como solo la inocencia podía hacerlo, aunque nunca se sintió querido, siempre la vio como un ángel hermoso y sufrido ¿cómo podía culparla por no quererlo cuando le arrancaron las alas y la habían arrojado al infierno? No importaba que él fuera un niño y no entendiera la maldad. Estaba allí. Y ella podía verla en su rostro.
Apoyó las manos en el lavabo y dejó caer la cabeza intentando serenarse. Deseaba arrancar a Nella muy lejos de su infierno personal y hacerla sonreír de esa forma tierna que ella lo hacía. Sin proponérselo la joven se había convertido en su ángel hermoso y no consentiría que le arrancaran las alas. Fuese quien fuese.

Cuando estuvo lo suficientemente calmado se acercó a la sala de espera donde la encontró sentada con aire ausente.

—Debe pasar la noche aquí—dijo sin levantar la vista. Un vasito plástico daba vueltas incansablemente entre sus dedos.

Parecía como si fuera a convertirse en polvo en cualquier instante y desaparecer con la brisa de la tarde.

El Capitán se acuclilló frente de ella, abrazándola, dándole un hombro firme en el que apoyarse. Eso fue suficiente. La represa cedió. Los dedos de Nella se agarraron al cuello de su camisa con desespero mientras sus sollozos se escaparon, lastimeros, de la reclusión en la que se mantenían como esperando el momento oportuno para poder huir.

—Te he arruinado la camisa... —murmuró al cabo de un rato.
—No tiene importancia.
—Bueno, ya conoce mi patética vida.
—Es una cagada, sí.

Algo en su forma de decirlo le hizo gracia. Entonces pasó de un ataque de llanto a un ataque de risa hasta que el cansancio le llegó y dejó caer su cabeza en el hombro del Capitán. Él sin soltar su abrazo ni un poco tomó asiento a su lado y la confortó. Nella acercó la cara a su cuello y se alojó en él rozando su piel tostada con la punta de su nariz.

—Se hace más llevadera teniéndolo a usted.
—Dije que te cuidaría.
—Eso dijo.

Antonella no pudo evitar recordar también lo que dijo a Yaya, en cierta forma fue una declaración de amor ¿estaría el Capitán enamorado de ella? Nunca se lo había dicho, pero siempre estaba allí cuando lo necesitaba. Nella no quería promesas, solo hechos. El Capitán era de hechos, sólidos, como lingotes de oro. Sonrió y le dio un diminuto beso y en respuesta recibió un achuchón.

Era tarde cuando volvieron a la villa y para sorpresa de ambos Yaya les esperaba despierta. Quería asegurarse de que Juan Perez se sintiera cómodo en la habitación de huéspedes. No era cortesía sino una cuestión de principios. Antonella reprimió una sonrisa al ver el ceño fruncido del Capitán cuando le metió en la habitación y Yaya le cerró la puerta en las narices. Pero se le borró del rostro cuando esta le dirigió su mirada de hielo y le dijo:

—Si crees que me he creido el cuento de que ese hombre es solo un colega, es que no me conoces, Nella. Ya me darás más explicaciones de lo que estás haciendo cuando no estás aquí conmigo, pero esta noche estoy agotada y tienes que despertarte temprano para ver a tu padre mañana. Esperaré aquí hasta que subas a tu habitación.

Incapaz de decir una palabra, asintió y subió las escaleras de dos en dos hasta su habitación, a pesar de no ser una adolescente sus mejillas se había teñido de rojo ante la mirada escrutadora de la nana.

La mujer la miró subir y luego entrecerró los ojos ante la puerta de la habitación de huéspedes:
—Más te vale que no salgas malo como el otro.
                                                ***
Por más que intentó dormir, no lo logró. Descamisado y descalzo caminó por la habitación como animal enjaulado. Nadie le decía lo que tenía que hacer, nunca pudieron, ni siquiera de pequeño. Era ese su espíritu salvaje... pasar una semana durmiendo en cuartos separados porque pensaban que eran unos niños era ridículo. Emiliano se pasó la mano por la cabeza y se sintió extraño al sentir su nuca, había decidido cortarse el cabello, afeitarse y ofrecerle su mejor lado a la mujer a la que Nella consideraba familia en un impulso. Poco era lo que podía hacer para mostrarse como una joya cuando sabía que no valía nada.

Miró a su alrededor desanimado, se dio cuenta que Antonella era una princesa desde que vio la fachada de la villa. Era el lujo en su máxima expresión. Cada mueble, cada decorado, hasta las sábanas de la cama le hablaban de un lujo muy cercano a la realeza. ¿Era un idiota al albergar la esperanza de que dicha joven pudiera amarlo? Seguro.
Asfixiado por sus pensamientos abrió las puertas que daban al jardín. Necesitaba un cigarrillo así que lo buscó y salió. Le chocó que la noche fuera silenciosa, en Casablanca los animales arrullaban a los durmientes y podías divisar todas las estrellas del firmamento con tan solo elevar los ojos. Allí en la ciudad la noche era cerrada, demasiada luz artificial y no habían estrellas ni luceros susurrantes.

El Capitán encendió el cigarro y por un momento solo vio el brillo de la punta encendida. Nella le había dicho que su padre era un alcohólico pero no hasta qué punto. Si se lo hubiera cruzado por la calle posiblemente lo habría confundido con un vagabundo. ¿Qué idiota cambiaría ser rey para convertirse en vagabundo? Uno sin cerebro, claro está, se dijo. Hasta que escuchó un movimiento a su alrededor y vio una sombra.

—Hola, ju, ¿no puedes dormir?—le remedó la sombra entre risitas.
El hombre tiró a colilla y la abrazó con fuerza levantándola del suelo y dándole un gran beso.
—Creí que tendría que pasar la noche solo ¿cómo has venido?
—Por allí—señaló la rejilla por la que subía una enredadera hasta su habitación— Solía escapar cuando era una cría y no me dejaban ir a una fiesta. No puedo creer que aún me sostenga.
El Capitán carcajeó encantado por lo que escuchó, Nella le cubrió la boca con la mano
—Chis, solo pasaremos la noche juntos si mi nana no nos descubre. Tiene un oído finísimo y como nos descubra, nos mata.
—Creo que podría defenderme de tu nana—insinuó cerrando la mano sobre el diminuto pecho.
—¿Se comportará con mi yaya, mi Capitán? —Nella le puso una mano en la mejilla y dulcificó su voz—Es importante para mí que esperemos a llegar a Casablanca. No quiero darle disgustos.
—Lo sé—suspiró y dejó caer la mano hasta la cintura. Luego la levantó y se la llevó hasta la cama—. No te daré problemas. Ahora a dormir.
Antonella se abrazó a él y le dio un besito.
—Sí, mi Capitán.




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