Corazón Dorado

Lo más valioso

Luego del Pandemónium que se hizo en el Hospital Santa Mónica, el Capitán no quería dejar allí a su mujer. No confiaba en ninguno de los doctores, a pesar de que Salcedo le pedía amablemente que se calmara, que  podía dejar Antonella una noche para que se recuperara. Emiliano dijo que no. Y la levantó en brazos aún dormida, llevándosela.

Nadie se atrevió a llevarle la contraria. Después de la golpiza que le obsequió a De la Cruz, todos lo veían con cierto miedo. Bien, mejor así, pensó el Capitán, que estaba acostumbrado a que lo consideraran un salvaje sin educación.

Él estaba dispuesto a defender lo suyo. Y no se arrepentía. Antonella valía más que su vida y su oro. Más que nada de lo que habría tenido nunca. Y si no lo hubieran detenido habría matado al degenerado de Federico a fuerza de puñetazos.

—Toribio, quiero que averigües donde detienen al maldito. Quiero que averigües quien lo va defender. No quiero que el infeliz use sus influencias para librarse de la condena—Siseó el Capitán mientras bajaban en el ascensor.

—Así será mi Capitán—respondió Toribio, se había quitado el sombrero y lo llevaba en la mano como muestra de respeto por la situación de la joven florecita, a la que veía desmayada en brazos del Capitán y con la nana tomándole la mano que le colgaba.

—¿Y si logra librarse qué sería capaz de hacer usted?—se aventuró a preguntar Gabriela quien había visto la golpiza y había quedado impresionada por la actitud asesina del minero quien no dio tregua a Federico entre puñetazo y puñetazo.

—No se librará—aseguró el Capitán, enterrando la nariz en la larga melena de Nella para calmar sus ansias de matar.

Se abrieron las puertas del ascensor y todos descendieron. Con la sensación de que Federico no se salvaría de su oscuro destino.

                                                                   ****

En la Villa donde el Capitán volvía a llevar a Antonella en brazos hasta su habitación. Ella seguía inconsciente y Salcedo aseguró que estaría dopada un par de horas más. El Capitán la acostó y se abrazó a su cintura sintiéndose indefenso. Saber que Nella había sido empujada por las escaleras y enfrentó al hombre que la lastimó cuando era una niña, le llenó de tristeza. 

Se imaginó el peor de los escenarios, Federico lanzándola por unas escaleras empinadas y Antonella muerta bajo un charco de sangre.

No pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas de solo imaginárselo, era demasiado doloroso. Tanto como lo fue, cuando era un niño, encontrar a su madre, con su rostro angelical y rubios rizos… masacrada sobre un charco de sangre.

Y el Capitán le pidió a ese Dios, en quien no confiaba, que por favor no permitiera que le pasara algo así a su mujer nunca y que no se le arrancara de su lado jamás.

Él lo sabía. Ella era su reina. Ella era su amor. El amor de su vida.

—Mijo, ¿por qué no va y come algo?—dijo la nana, sorprendiéndolo al encontrarla mirándolo desde el quicio de la puerta.

La señora tenía rato ahí, dándose cuenta que el minero estaba llorando acurrucado contra el cuerpo de Nella. A pesar de que el Capitán estrujó la cara contra la camisa de su mujer para ocultar rastros de su debilidad y se incorporó sin perder el contacto con Nella, ya que le acariciaba las puntas de la larga melena desparramada sobre las sábanas.

—Prefiero esperar a que despierte.

María, cuyo cuerpo ya estaba cogiendo carne los últimos meses del tratamiento, lo miró con dulzura y se sentó al otro lado de la cama acariciándole la mano a Nella, sopesando al marido de su niña. Increíblemente atractivo y feroz, directo, mal hablado y a la vez tan generoso, protector y tierno con su niña que comprendía que había llevado a Nella a enamorarse de él.

—Te agradezco lo que hiciste en el Hospital. Hacía tiempo que ese hombre necesitaba una lección por haber malogrado a la niña. Yo quise dársela cuando me enteré, aunque ya era muy tarde porque la había lastimado tanto. En esa época Gerardo estaba sumergido en el alcohol y todo era un caos para nosotros.

—Debí matarlo…—siseó con furia contenida.

—Bueno, si lo hubieras hecho no estarías aquí cuidando a mí niña.

 El Capitán asintió, sin aclararle a Yaya que podía arreglar la muerte del galeno sin parecer sospechoso. Simplemente haciéndole desaparecer con algunos de sus hombres.

Quizá…

—Prefiero que De la Cruz pague con cárcel—dijo la nana como si pudiera leer su mente o tal vez el brillo filoso de la mirada ámbar—. Que sienta el dolor en su propia carne año tras año. Él también empujó al padre de Nella a la bebida, lo supimos luego cuando encontramos una petaca con sus iniciales, como si perder a su mujer no fuera suficiente castigo también lo arrojó a la bebida. No suelo desear mal a nadie pero por todo lo que sufrió mi niña, creo que él se merece lo peor.

—Así será—selló el Capitán, lo que sería una promesa en sus labios que intrigó a la mujer ya que lo veía tan serio.

La nana sabía que Federico era de familia acomodada y podía llegar a un acuerdo. Pero también sabía que el marido de su niña tenía mucho poder. Y aunque Nella le había contado algo, quiso ahondar en él.

 —¿Quién eres en realidad? Y no me digas que Juan Pérez de médico sin fronteras.
—Soy lo que dije cuando me les presenté la primera vez: un pobre bastardo que tuvo la suerte de conocer a Nella y que puede ofrecerle su fortuna. Sin estudios, apellidos, señora, pero es todo lo que tengo. Si ella me lo permite, todo lo pondré a sus pies. Yo la puedo cuidar bien, Yaya, le doy mi palabra—dijo el Capitán apasionado deseando agradar a la persona más importante en la vida de su mujer.




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