Corazón Dorado

Confesiones

 

Antonella se despertó, sintiéndose confundida y dolorida como si la hubiera atropellado un camión. Pero no había sido un camión… si no Federico. Asustada, tal vez creyéndose a merced de aquel villano, abrió los ojos y se encontró acostada en la habitación de huéspedes de la casa de la Villa.

¿Cómo había llegado allí?

Sin comprender nada, sus emociones se agolparon de nuevo. El efecto de la droga estaba pasando  y la intensidad de lo vivido al enfrentarse a aquel fantasma del pasado la empezó ahogar. Nella se agarró las piernas y se empequeñeció, llorando por las vidas que había arruinado Federico, solo por desear a su madre y envidiar a su padre. Quienes nunca se enteraron de su delirante y enfermiza obsesión, y que, indirectamente, llevó a la muerte a su progenitora. Arruinando con ello la vida de los Alcántara del Castillo. Fue así que la encontró Gabriela que había entrado en la habitación en un momento que el Capitán salió para hablar con Toribio algo privado.

—Hey…

Se acercó y la abrazó mientras Nella soltaba su llanto.

—Tranquila amiga, todo va estar bien.

—Tenías razón, siempre tuviste razón, no había nada mal conmigo, Federico era el enfermo—balbució la joven como un torrente, ya que necesitaba desahogarse—¿Lo viste? Es un enfermo. Gaby si supieras…

Finalmente pudo entender que Federico la había abusado; manipulándola y haciéndole creer que mantenían una relación como una fachada a su enfermiza obsesión. La Yaya, Gabriela y el Capitán siempre tuvieron razón: ella solo era una niña. La inteligencia de Federico solo igualaba su maldad.   La mente de Nella intentaba comprenderlo todo pero no podía con la enormidad de su alevosía y su cuerpo se resentía ante ello.

—Ay Dios mío, cálmate ¿si? Sí, ya sabemos que es un enfermo, Nella. Lo llevaron a las autoridades para que pague por sus crímenes. No podrá hacerte daño.

—¿Crímenes? —preguntó aún aturdida.

La boca espesa y los ojos vidriosos le dijeron a Gabriela que su amiga estaba delirando. Tocó su frente y la encontró con calentura. Entonces intentó recostarla pero Nella no se dejó.

—Iré a buscar al Capitán—dijo Gabriela asustada, viéndola delirar de nuevo.

—Mi Capitán—susurró con adoración; a lo que su amiga asintió, conmovida.

Se la veía tan frágil con esos ojos azules llenos de lágrimas y el mohín que había nacido de pensar en su amor. Gabriela decidió que él la calmaría mientras esperaba que Yaya tuviera algún medicamento para bajarle la fiebre.

—¿Quieres que te lleve con tu Capitán, cariño? —le preguntó con dulzura y Nella asintió como una niña. Indefensa y tierna, con sus pecas y la nariz roja.

Entonces Gabriela la cubrió con el cobertor, la cogió de la cintura y la apoyó en su hombro para que no pisara con el pie lastimado. Era mejor así, temía que su amiga se pusiera histérica si la dejaba sola  y, después de todo, el Capitán estaba cerca. Desde la terraza que daba a la sala vio a Gabriela con su mujer, lanzó el cigarro que sostenía y en tres zancadas la abrazó.

—Está delirando. Quiere estar con usted—explicó Gabriela brevemente ante la mirada del minero. Que no tardó en levantar a su mujer y sentarla sobre su regazo en el sofá.

—Mi reina…

Nella rompió en llanto. Y la abrazó y la meció como una niña, hasta que Gaby llegó con un poco de agua y una pastilla y Yaya pisándole los talones. Así pasaron un par de días hasta que volvió a su cordura. La mente de Antonella necesitó días para organizar el caos emocional que había despertado Federico con su revelación. Solo después de aceptarlo y llorar durante  horas pudo desahogarse y aceptar su realidad.

Todos habían sido tan cariñosos y compresivos con ella. En especial su Capitán, que no se le despegaba ni a sol ni a sombra, brindándole ese hombro fuerte y seguro en el cual apoyarse. Antonella entendió que esto significaba tener una relación real con una persona y no una fantasía como lo que significó Federico. Emiliano la apoyaba y cuidaba como algo preciado. Incluso estaba en la ciudad con ella, en vez de estar liderando su mina, reflexionó esa mañana mientras lo veía hablando por teléfono seguramente explicándole al Cojo como debía hacer esto o aquello en su mina. Movía el brazo asegurando algo, con terquedad absoluta, como solo él podía hacerlo. Nella sonrió mientras lo miraba, sentada en la cama, cepillándose su larga melena negra que le caía como cascada alrededor de su cuerpo. Emiliano estaba en la terraza un poco alejado y no lograba escuchar su conversación pero por los gestos casi podía escucharlo, Ju!

Esa mañana el sol estaba radiante y volvía a sentirse en paz, después de haberse desahogado. Ya lo hecho, hecho estaba. Y comprendió que a veces el único error que cometíamos era confiar en las personas equivocadas. Ese fue el error que cometieron sus padres al confiar en Federico y el de ella al abrirle las puertas de su corazón siendo tan niña e inmadura.

Pero ahora las cosas eran diferentes.

Antonella estaba centrada, todo tenía una explicación lógica y ya no habían piezas que le faltaran al rompecabezas de su vida, para bien o para mal. Además, ya no era una niña. Volvió a sonreír con dulzura a ver acercarse al minero que solo tenía pantalón de pijama y venía sin camisa, mostrando ese espectacular torso apolíneo.




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