El reloj marcaba las 11:42 p.m. cuando Benjamín cerró el expediente sobre la mesa de su apartamento. Las carpetas que tenía encima estaban desgastadas, algunas con manchas de café secas, y otras con marcas de polvo y suciedad que solo con el tiempo pudieron haber adquirido. En la portada, en tinta azul descolorida, se leía el nombre Douglas Jones junto a una etiqueta de archivado.
Se frotó los ojos. Llevaba más de tres horas repasando los mismos informes. No era la primera vez que se perdía en un caso así, dándole vueltas a los detalles como si pudieran reorganizarse por arte de magia. Nada parecía nuevo. Nada avanzaba.
Tomó su taza de café —fría hacía rato— y la vació de un solo trago. El sabor amargo le recordó que no estaba allí por gusto.
Robos a gran escala. Líder de una de las bandas más buscadas desde hace casi dos décadas. Capturado… liberado recientemente.
Benjamín aún recordaba la frustración de ver cómo Jones salía por la puerta principal de la prisión antes de cumplir siquiera la mitad de su condena. La corrupción había hecho su trabajo de nuevo. Un juez comprado, un par de documentos perdidos, y el “pez gordo” volvía a estar en las calles.
Aquella noche, el motivo de su desvelo era uno de sus superiores. Le habían ordenado revisar el caso, queriendo encontrar algo, cualquier cosa, que justificara volver a meter a Jones tras las rejas. No era una orden directa, claro, pero Benjamín sabía leer entre líneas: reabre ese expediente y no lo cierres hasta que encuentres una grieta.
Douglas Jones, líder de una de las bandas más organizadas de la última década, había sido capturado tras años de vigilancia, escuchas ilegales y trabajo encubierto. La operación para detenerlo le había costado mucho dinero al Estado y, sin embargo, un juez corrupto y un par de tecnicismos bastaron para dejarlo en libertad.
Benjamín tamborileó los dedos sobre la mesa, frustrado. Abrió una nueva carpeta, esta vez llena de notas y extractos bancarios sin relación aparente. Algunos eran rastros de grandes sumas dinero, otros simples transacciones antiguas. Ninguno probaba nada, pero tampoco lo dejaban tranquilo.
Suspiró, cansado. Cerró la carpeta y la dejó con cuidado junto al resto. Se levantó, recogió la pistola, la placa y el reloj, y caminó hacia su cuarto. Entró a su habitación y colocó los objetos sobre la mesa de noche, justo al lado de una fotografía boca abajo que nunca se permitía mirar. No se cambió. Se dejó caer en la cama.
—Mañana —murmuró, con la voz opaca de quien está harto de luchar con fantasmas.
A la mañana siguiente, el despertador sonó a las 6:30 a. m. en punto.
Ducha fría. Dos tostadas sin mantequilla. Café negro.
Noticiero sin volumen. Silencio en todo el apartamento.
Cuarenta minutos después salió de su apartamento. Tomó la misma ruta de siempre al edificio federal. Saludó con un leve movimiento de cabeza a los guardias de la entrada, dejó su maletín en la bandeja de rayos X y pasó por el detector sin problemas.
En su oficina, lo esperaba una montaña de papeleo y al menos siete correos marcados como “urgente” en su computadora.
Se quitó el abrigo, lo colgó en el respaldo de la silla y encendió el monitor auxiliar. En la pantalla, un mensaje de su superior parpadeaba con un asunto inquietante: “¿Novedades sobre Jones?”
Benjamín apretó los dientes y escribió una respuesta breve.
Aún no. Pero sigo revisando.
Benjamín se quedó unos segundos mirando la pantalla, sin mover un músculo.
Se recostó en su silla, entrelazó las manos detrás de la nuca y dejó que sus ojos se perdieran en el techo de la oficina. Respiró hondo y tomó una decisión: dejaría que las cosas fluyeran. No iba a encontrar nada nuevo en aquellas carpetas gastadas, llenas de historias viejas; pero conocía bien el comportamiento de los criminales. Tarde o temprano, cometería un error. Algo que llamara la atención.
Decidió que dedicaría su día a otros asuntos, como ponerse al día con los casos pendientes en su escritorio, revisar los reportes de campo de algunos de sus subordinados y finalmente atender la llamada que había estado ignorando desde hacía tres días: su hermana quería que visitara a su padre en el hospital.
Benjamín sabía que la relación con su padre era, en el mejor de los casos, distante. Nunca lo entendió. Para él, la decisión de enlistarse en el ejército justo después de graduarse del colegio fue vista como una traición. Su padre siempre lo había imaginado con bata blanca o corbata de abogado, no con un uniforme y un arma al cinto. Desde el momento en que Benjamín confesó que su verdadera vocación estaba lejos de los consultorios o tribunales, el apoyo de su padre no solo se desvaneció: desapareció por completo.
Y, sin embargo, ahí estaba la petición: una llamada persistente que, pese a su silencio, seguía ocupando espacio en su mente. Quizá no por cariño, sino por deber. Porque, aunque no lo admitiera en voz alta, algo dentro de él se removía con solo imaginar a ese hombre—tan severo, tan inquebrantable—conectado a una máquina en una cama blanca y silenciosa.
Benjamín se quitó las gafas y se frotó los ojos. Tenía trabajo que hacer. Pero al final del día, cuando los correos estuvieran respondidos, los informes actualizados y la rutina cumplida, sabía que no podría evitarlo por mucho más tiempo.
Marcó el número.
La línea dio tono una, dos, tres veces… y luego se escuchó la voz de su hermana, cargada de cansancio.
—¿Ben?
—Dime a qué hora paso —respondió él.
Del otro lado, ella tardó un segundo en reaccionar. Cuando habló, lo hizo en voz baja, como si temiera romper algo frágil.
—A las seis. No preguntes nada… solo ven por favor.
Benjamín no respondió. Solo dejó el teléfono sobre el escritorio y permitió que el silencio le hiciera compañía mientras hacia su trabajo, tal como lo había hecho tantas veces.