Una noche, después de que Julián regresó de un ensayo, encontré el álbum abierto sobre la mesa del salón. Las fotografías brillaban bajo la luz cálida de la lámpara, cada imagen un recordatorio palpable de lo que él y Léa alguna vez compartieron. A pesar de la seguridad y amor que Julián me brindaba, la duda empezaba a hacer mella en mi corazón.
Me acerqué al álbum con manos temblorosas, pasando los dedos por las fotos. Cada sonrisa, cada momento capturado, era un eco del pasado que se sentía abrumadoramente presente. No podía evitar sentirme como una intrusa en su historia, una extraña tratando de encajar en un relato ya escrito.
Julián entró en la sala, todavía con la energía del ensayo vibrando a su alrededor. Al ver el álbum abierto, su expresión se tensó. "Sofía," comenzó, su voz suave pero cargada de preocupación, "esto es solo un intento de Léa para meterse entre nosotros. No podemos permitirlo."
"¿Pero cómo?" pregunté, incapaz de ocultar el dolor en mi voz. "Estas fotos... son recuerdos de una vida que compartieron. ¿Cómo puedo competir con eso?"
Julián se acercó y tomó mis manos, mirándome a los ojos con una intensidad que me dejó sin aliento. "No se trata de competir, Sofía. Léa y yo compartimos un pasado, pero tú y yo estamos construyendo un futuro. Estas fotos son parte de mi historia, pero no definen quién soy ahora ni lo que siento por ti."
"Es difícil no sentirse insegura," susurré, sintiendo las lágrimas acumularse en mis ojos. "Ella está siempre ahí, como una sombra que no puedo ignorar."
"Lo sé," respondió Julián, su voz quebrándose ligeramente. "Pero quiero que sepas que estoy contigo, aquí y ahora. Léa puede intentar lo que quiera, pero nuestra relación es más fuerte que cualquier cosa que ella pueda hacer."
Me aferré a sus palabras, buscando en su mirada la certeza que necesitaba. Sentí una oleada de amor y gratitud por su honestidad, pero también una persistente inseguridad que no podía sacudir del todo. "Prométeme que siempre serás honesto conmigo, Julián. Que nunca dejarás que las sombras del pasado nos separen."
"Te lo prometo," dijo con firmeza, acariciando mi mejilla con ternura. "Nada ni nadie va a interponerse entre nosotros." El timbre sonó, interrumpiendo nuestra conversación. Nos miramos por un momento, ambos con la misma sensación de intranquilidad. Me levanté y fui a abrir la puerta. Al hacerlo, encontré una rosa roja descansando sobre el felpudo, acompañada de una nota delicadamente atada con una cinta.
La recogí y cerré la puerta tras de mí, sintiendo el peso de la expectativa en el aire. Volví al salón y le mostré la rosa a Julián. Deslicé la nota fuera de la cinta y leí en voz alta: "Para recordarte lo que una vez fue y lo que aún podría ser." La nota estaba firmada simplemente con una "L".
Julián frunció el ceño, la preocupación y la frustración mezclándose en su rostro. "Léa," murmuró, su voz cargada de exasperación.
Sentí una mezcla de emociones mientras sostenía la rosa. Era un recordatorio tangible de la presencia de Léa en nuestras vidas, una presencia que se negaba a desvanecerse. La nota insinuaba un deseo de reavivar algo que ya había terminado, una amenaza sutil a lo que Julián y yo estábamos tratando de construir.
"Esto tiene que parar," dije, mi voz temblando con una mezcla de determinación y desesperación.
Julián tomó la nota y la rosa, arrugándolas con fuerza en su mano. "Voy a hablar con ella. Esto no puede continuar."
"No, Julián," le dije, tomando su mano y mirándolo con firmeza. "No quiero que esta situación nos divida. Juntos somos más fuertes."
Él me miró, sus ojos llenos de preocupación, pero asintió lentamente. "Tienes razón, Sofía. Juntos podemos superar esto."
Decidimos que necesitábamos un respiro, un lugar donde pudiéramos relajarnos y alejarnos de los juegos de Léa, al menos por un tiempo. Escogimos la costa sur de Francia, esperando encontrar algo de paz en las tranquilas playas y pueblos pintorescos. Era una decisión impulsiva, pero necesaria.
Empacamos nuestras cosas rápidamente y partimos al día siguiente. El viaje en tren a lo largo de la costa fue una experiencia casi mágica, con el sol reflejándose en el mar y las colinas verdes extendiéndose a lo lejos. Llegamos a un pequeño pueblo costero llamado Cassis, conocido por sus impresionantes calas y su atmósfera relajada.
Alquilamos una pequeña villa cerca de la playa, un lugar acogedor con vistas al mar Mediterráneo. Al entrar, sentí una calma inmediata, como si el aire salado y el sonido de las olas pudieran lavar todas nuestras preocupaciones.
Los primeros días en Cassis fueron un bálsamo para nuestras almas. Paseamos por las calles empedradas, exploramos los mercados locales y disfrutamos de cenas tranquilas en restaurantes con vistas al puerto. Las mañanas las pasábamos en la playa, leyendo libros y dejando que el sol nos calentara la piel.
Una tarde, mientras caminábamos por un sendero que bordeaba los acantilados, Julián se detuvo y miró hacia el mar. "Gracias por sugerir esto, Sofía. Realmente necesitábamos alejarnos de todo."
"Lo necesitábamos," respondí, tomando su mano. "Aquí, parece que podemos dejar atrás todas las preocupaciones y simplemente ser nosotros mismos."
Él sonrió y me abrazó, y en ese momento sentí que, a pesar de los desafíos, estábamos encontrando nuestro equilibrio nuevamente.
Esa noche, regresamos a nuestra villa y preparamos una cena sencilla con ingredientes frescos del mercado local. La brisa marina entraba por las ventanas abiertas, llenando el aire con el aroma del mar y las hierbas mediterráneas.
Por unos días, fue perfecto. Paseamos por las playas, disfrutamos de cenas románticas y nos perdimos en la belleza del paisaje. La tranquilidad de Cassis nos envolvía como un manto cálido, alejándonos de las preocupaciones y tensiones que habíamos dejado atrás en París. Cada momento juntos era un bálsamo, un recordatorio de por qué nos habíamos enamorado.