Corona de Oro

I

 

 

—Bueno, que me parta un rayo, James —Harold Finnegan soltó la carta sobre la mesa de trabajo como si se le hubiese quemado la mano—. ¿Quién puede ser el autor de una carta tan enfermiza como esta?

Le dediqué una mirada insegura.

—No lo sé —dije.

De hecho, difícilmente habría podido adivinar. Y en lo absoluto me imaginaba podía imaginarme a la pobre y desdichada señora Milton, quien además siempre se había jactado de ser una buena cristiana, haciéndose pasar por mi hermana fallecida en una carta. No tenía ningún tipo de sentido, a pesar de que había sido ella quien me había entregado la carta en primer lugar la noche anterior. 

—La señora Milton me la dio, dijo que esa carta llegó a su domicilio cuatro años atrás —expliqué—. En verdad dudo mucho de que ella me estuviera mintiendo. 

En realidad, ella hasta me había explicado que cuando la recibió, le había parecido bastante extraño que estuviera a mi nombre, dado que yo no había vivido en ese domicilio desde hacía mucho tiempo. Pero que aún así decidió guardarla, por si en algún momento llegaba a verme una vez más.

Yo había regresado al pueblo hacía menos de un año. Cuando se lo mencioné, ella explicó que había estado haciendo una exhaustiva limpieza por toda la casa durante la tarde de ayer; y que fue allí cuando ella volvió a encontrarse con la carta, guardada y olvidada entre sus cosas. Fue cuando la recordó y decidió dármela. 

Procedí a explicarle todo esto a Harold con cuidado, a lo que él solo me dio una mirada de suspicacia. 

—¿Y desde hace cuanto que conoces a esta mujer? 

—La conocí por primera vez cuando era un niño —confesé—. Ella nos alquiló un cuarto y siempre fue buena con nosotros, pero debido a ciertos motivos tuvimos que irnos a los pocos meses y jamás volví a verla hasta… Bueno, hasta ahora. 

—¿Y acaso la vieja sabía que esta niña de la carta en realidad lleva muerta casi cien años? —espetó con su voz ronca y estridente.

—Quince —No pude evitar corregirlo—, y no, nunca se lo dije. Llamaría la atención, justo lo que no necesitamos en estos momentos.

—Tal vez es algún tipo de engaño de "ellos" —señaló Harold, y para justificarse, agregó:—Allí pone que espera que vayas a esa dirección.

No pude negar esa teoría, por más descabellada que fuera.

—Tal vez.

Mis manos, como autómatas, empezaron a acomodar los trineos en su lugar. Los acomodé de manera que nadie chocara con sus extremos al pasar; los miré, y volví a acomodarlos por las dudas. Me mantuve tan inmerso en la tarea que, cuando Harold volvió a dirigirse hacia mí, no pude evitar dar un respingo.

—A todo esto, ¿quién demonios se supone que es Jane exactamente? —gruñó.

Ladeé el rostro y contemplé la carta junto al sobre abierto por un segundo.

—Mi hermana —murmuré.

Los ojos le saltaron de sus cuencas e hizo esa cosa extraña al respirar, como un ronquido que se disfrazaba de una risa cínica.

—¿Tienes una hermana? Llevamos dos años corriendo juntos por el país, más casi un año trabajando aquí. ¿Tenías planeado mencionar este dato alguna vez? —cuestionó mientras se reclinaba en su silla, junto al calor de la estufa del taller.

—Tenía —volví a corregir, cauto.

Cuando había leído la carta por primera vez, por la noche anterior, tuve una inquietante sensación que no me permitió dormir a gusto. Y tal vez, en cualquier otro momento hubiese llorado tras hallar entre mis manos lo que parecía una carta de Jane, si no hubiese sido por el hecho de que era casi imposible que la carta fuera de ella. Pero, entre un millón de posibilidades...

—Ella era la única que me llamaba Jamie —admití algo apenado bajo  los atentos ojos llenos de cataratas de Harold, que me inspeccionaba duramente.

Fue entonces cuando me replantee mi decisión de haberle enseñado la carta en primer lugar. ¿Por qué lo hice? Tal vez fue mi búsqueda de validación o tranquilidad, porque conocía al viejo Harold Finnegan, porque era un hombre simple y fácil de interpretar. Porque sabía lo que me diría, y yo tan sólo ansiaba el placer de poder oírlo, de volver a entrar en la sensatez de la razón.

—Olvídalo, tira esa basura y ponte a trabajar; tenemos cosas más importantes en las que preocuparnos que los lamentos de un muerto —aseguró, pero en seguida frunció el ceño y, con una mirada de disculpa agregó: —Sin ofender.

—No te preocupes. —Me acerqué hasta el fuego también, porque mis piernas seguían heladas de la caminata que había hecho desde la posada hasta el taller—. Sin embargo, es extraño, y eso es lo que me inquieta.

Y volvimos a permanecer en silencio. Harold carraspeó.

—Allí habla sobre otra carta...

—No hay otra carta —le corté—, yo también lo noté y se lo pregunté a la señora Milton esta mañana. No hay otra carta.

—¿Y la dirección de procedencia te suena de algo? —Agarró el sobre y leyó la dirección en voz alta—. Brooklyn, calle Midwood, al 10, departamento 18ª.




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