Corona de Oro

II

Se me escapó un resoplido luego de que el techo sobre nosotros volviera a temblar. Tierra y polvo cayó sobre la hoja desplegada entre mis manos. 

La niña estaba ahí otra vez. Saltaba por el piso superior al ritmo de una fastidiosa canción infantil que sonaba desde un gramófono. Alcancé a escuchar a Harold refunfuñar al respecto. Parpadee entre la penumbra y pasé una mano por mi cara tratando de despabilar mis sentidos. Luego guardé la carta entre mis pertenencias y asomé la cabeza desde atrás de el viejo librero donde me encontraba para alcanzar a verlo. Harold estaba sentado debajo de las escaleras del sótano, cruzado de brazos y con sus ojos obstinados en el suelo. Su mal humor era palpable, pero no una sorpresa; todos ahí sabíamos que se había olvidado su petaca de ginebra en casa y eso lo tenía más cascarrabias de lo usual.

Por lo que, sí, nos encontrábamos encerrados en un sótano frío y sucio con un Harold Finnegan sin alcohol, y una niña molesta pisoteando nuestras cabezas. 

Ciertamente no era el refugio que había esperado, pero Kireama nos explicó qué era lo único que podía ofrecer en ese momento, porque la ubicación del escondite donde resguardaban a los niños metamorfos debía ser secreta sin importar nada. 

Mientras él estaba debajo de las escaleras, Donna y Walter se habían hecho un espacio no muy lejos de donde yo estaba sentado. El sótano no era muy grande.

Por mi parte, yo había decidido atrincherarme detrás de un antiguo librero junto a las arañas. Kireama me había ayudado a armar una cama provisional con prendas viejas y sucias cortinas de terciopelo azul que encontramos entre tanta basura acumulada.  

—Lleva toda la tarde corriendo de aquí para allá repitiendo la misma puta canción una y otra y otra vez —dijo Harold con rapidez, bufando como oso viejo—, la mocosa no se cansa.

—Al menos alguien en esta casa la está pasando bien —farfullé con honestidad, estirando mis brazos hasta hacer sonar todos los huesos contracturados en mi cuerpo—. Sé un poco más considerado —agregué con cierto humor, lo que solo consiguió irritarlo un poco más.

De pronto, arriba, una mujer —quien suponía se trataba de la madre de la niña— gritó, como regañando a su hija, y se oyeron un par de pasos fuertes antes de que la música se detuviera abruptamente. 

Harold soltó un exagerado suspiro de alivio, pero un par de segundos después los pasos de la niña volvieron a oírse; golpecitos insolentes que acompañaban a su suave tarareo, amortiguado por las gruesas paredes de la casa. Harold gruñó una maldición y Donna, la mujer joven y bonita que nos había acompañado hasta allí y había sido la razón de nuestra estadía ahí, se rió.

—Canta precioso —reconoció con dulzura, solo para hacer rabiar más a Harold. Ella miró a su esposo, que la tenía abrazada por los hombros—. Walter y yo hablamos de tener niños antes.

Walter correspondió a la calidez de su esposa con un beso en la frente.

—Cuando todo esto acabe podremos seguir pensando en niños.

«Cuando todo esto acabe» repetí en mis adentros con amargura. Difícilmente algo de eso acabaría en algún momentom era cierto que yo también ansiaba por una vida tranquila donde no tuviera que salir corriendo por mi vida cada ciertos meses, pero esa era la única vida que conocía. Por eso, cuando la noche anterior Harold se presentó a buscarme en la posada, afirmando y reafirmando que los cazadores estaban muy cerca, mi primer instinto fue correr. Incluso cuando más tarde tuvieron que ir y advertir a otros incautos que al igual que nosotros intentaban mantener una vida normal y estable en Alaska (la mayoría ya marcados por los cazadores), no fueron extremistas al decidir abandonar todo y huir por los bosques hasta las montañas, aprovechando la nevada que taparía su rastro. Se fueron incluso si Harold les había asegurado que se trataba de un equipo que tan solo estaba de paso; como mucho, estarían por el pueblo un par de días antes de retirarse.

Si era honesto,  había estado muy tentado a huir junto a todos ellos también, pero Harold me sostuvo del brazo con firmeza y me gruñó que no fuera un maldito cobarde. Entonces, me quedé.

Llevar la marca de los cazadores era sinónimo de muerte; significaba que eras un trofeo dentro del deporte de la caza a la que se dedicaban. Los metamorfos eran marcados igual que a un ganado.

Yo tenía la marca en mi antebrazo derecho desde los seis años, y una promesa de muerte sobre mi cabeza. 

Walter y Donna fueron los únicos que no huyeron y se quedaron con nosotros. Donna no había sido un metamorfo, pero su marido sí, y ella había estado dispuesta a acompañarlo a donde fuera. Por eso estaba ahí. 

Nos colamos en la casa por la parte trasera. Kireama, con un manojo de llaves nos abrió la puertita debajo de las escaleras que se veía  apenas uno entraba por la puerta principal. El sótano era considerablemente espacioso, pero parecía pequeño entre tantos objetos acumulados, con muebles y roperos de madera de pino y los extremos bañados en oro. Había cuadros con lienzos arruinados por la humedad, fotos de antiguos familiares que alguna vez portaron el apellido Blair, vajillas de porcelana cubiertas por una gruesa capa de polvo, baúles y bauleras de cuero atestados de ropa apolillada, y cajones rebosantes de joyas;  no sabría deducir si eran de valor o tan solo una fachada. Lo único que podía decir con seguridad, era que todo aquello era parte de un pasado, un pasado que la familia parecía querer mantener enterrado entre arañas y suciedad.




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