Corona de Oro

IV

La nevada de esa fatídica noche nos dio cierta ventaja.

Obligué a la yegua a montar la tormenta invernal, a sumergirnos en su interior con la esperanza de no ser encontrados. La noche nos abrazó en nuestro apurado camino al alba, y entonces, antes de que pudiera darme cuenta, el concepto del  tiempo se esfumó a mi alrededor. Las horas pasaron en un parpadeo, y cuando levanté la mirada, el sol ya nacía del horizonte en otro día.

No nos siguieron al principio. Creo que fue tal el ajetreo que nadie reparó en nosotros hasta mucho más tarde. Tuvimos suerte, de alguna manera retorcida. 

La niña, Aleu, no luchaba contra mí, pero lloraba. La tormenta también se detuvo en algún momento.

Descendimos por el bosque hasta detenernos en las orillas del amplio lago Eyak, que permanecía firmemente congelado. Miré la zona con los ojos entrecerrados, notando como poco a poco las montañas y la nieve comenzaban a relucir como miles de estrellas alegres besadas por el sol. Inhalé, sintiendo lágrimas pegadas a mi cara entumecida.

Percibí como Aleu asomó la cabeza también para poder ver lo mismo que yo. Sus ojos verdes brillaban por las mismas lágrimas, pero las suyas no eran por dolor sino de terror. Temblaba como una hoja, ya fuera por frío o miedo. Yo me imaginé que sería por las dos. Sin dudas, haber sido raptada por un extraño no era una de las mejores experiencias; pero me fue difícil compadecerme, no podía olvidar el hecho de que Harold, Donna y Walter estaban muertos por su culpa. 

Me bajé del animal y tomé a la niña por las axilas dejándola en el suelo, sosteniéndola por la mano con la fuerza suficiente para que no se le ocurriera salir corriendo. Mientras tanto, levanté la mano que me quedaba libre y golpeé al caballo, que trotó lejos de nosotros ante mi señal. Aleu la miró alejarse por el lago congelado como si viese a su única amiga en el mundo abandonándola a la intemperie. Ella tiró lejos de mí, tratando de seguir al animal. Consideré tan solo por unos segundos tratar de hablar con ella, pero cuando abrí la boca no encontré las palabras, así que, masticando los sentimientos amargos, opté por caminar. Aleu lloriqueó y me golpeó en el brazo, pero apenas pude sentir la fuerza del impacto. La obligué a seguir por la extensa orilla del lago, lejos del caballo y en dirección contraria al pueblo. 

Ella no parecía entender que esa noche fui yo quien salvó su vida. Y me parecía una ironía horrenda el que de hecho fuese ella quien acababa de arruinar la mía. La odie allí, en ese instante. Odie a la niña que me ofreció una mano amistosa dentro de un armario, y odie la vida y sus vueltas, por hacer que las cosas se volviesen a torcer en mí contra una vez más. Me odie a mí, y odie el hecho de haber evitado la muerte cuando no valía la pena que así fuera, porque no tenía una vida que me esperase ansiosamente, como Donna y Walter, y definitivamente no tenía un sueño, ni siquiera uno pequeño, como el de Harold. 

No estaba seguro si Aleu trató de decirme algo en el trayecto; mi mente había volado lejos, remontando oleadas de odio, dolor y la tirante molestia que me producía la necesidad de sobrevivir. Pensé en mi próximo plan, hacer borrón y cuenta nueva pero, ¿en base a qué? No existía ni una sola vez en la que no me hiciera aquella pregunta. ¿Por qué debería seguir? Al fin y al cabo, siempre terminaba igual y alguien moría. Se sacrificaban y te decían que continuaras. “Ve a vivir la vida por nosotros, James. Sé lo que nosotros no pudimos. Siente por nosotros”.

Yo no quería seguir sintiendo, pero tenía que. Se los debía, ¿no? De eso se trataba todo. Pero la verdad es que yo odiaba mis deudas. 

Aún así, desarrollé un plan. Lo tracé dentro de mi cabeza lo mejor que pude teniendo en cuenta las circunstancias. Harold una vez me dijo cuánto envidiaba mi capacidad de mantener la cabeza fría durante las situaciones más agobiantes, él dijo que era algo triste también. 

Harold solía tener cierta expectativa sobre la juventud; salvaje y testaruda, así era como él deseaba que yo fuera. Yo siempre consideré que en realidad esa cualidad fue lo que me ayudó a sobrevivir por tantos años también. 

Me detuve cuando consideré estar lo suficientemente lejos del radar de cualquier perro. Aleu posó sus enormes ojos sobre mí.

—Aleu —dije con toda la firmeza que logré encontrar en mi interior, pero mi voz había sido tomada por el frío, así que sonó seca y ahogada—, necesito que te transformes, ya.

Ella parpadeó y sacudió la cabeza repetidas veces.

—Q-quiero ir a casa —susurró mientras le temblaba el labio inferior—. Quiero volver con mamá, q-quiero a mi mamá.

De pronto sentí como todas mis defensas bajaban por un momento, al igual que mi odio, porque yo de todas las personas podía comprender ese sentimiento mejor que nadie, lo que de alguna manera solo resultó más doloroso. ¡Era una niña, por todos los cielos! ¿Cómo se suponía que iba a lidiar con ella? No tenía una madre, ya que lo más probable era que estuviera muerta para entonces; seguro que los cazadores la habrían tomado por uno de nosotros. Y hasta donde sabía, ella tampoco tenía un padre.

—No puedes volver —dije con voz trémula—, ya no es seguro allí, nos matarán.  Necesito que te transformes, Aleu. Ahora.

Ella se quejó y volvió a empujarme.

—Quiero ir a casa…

—Aleu, haz el cambio.




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