Corona de Oro

VII

Decliné aquella vaga descripción que Elena nos había dado antes. Solomon no era un pueblo fantasma, porque ahí ni ellos lo habitaban. 

 De hecho, Solomon apenas lograba ser un recuerdo, igual de pequeño que una mota de polvo que cae sobre la blanca e infinita superficie. Me costó bastante poder ajustar mis ojos a la indefinida llanura de la tundra y así divisar una única luz anaranjada que hacía todo su esfuerzo por sobresalir entre aquella intimidante negrura. Solomon era tan minúsculo que, en realidad, solo tenía siete casas en total; la mayoría ruinas que cedían ante el lúgubre lamento de la ventisca con pesadumbres.

Tanta soledad me hizo querer ceder también.

Elena, que caminaba a mi costado, resopló profundamente como si estuviera pensando lo mismo que yo. Tal vez de verdad los dos encontrábamos deprimente aquel panorama, pero algo en mi interior me decía que ella estaba así por otra cosa. 

A medida que nos fuimos acercando más, la casa dejó de parecerse tanto a una estrella solitaria y pasó a ser la llamarada de una vela cuya luz dorada temblequeaba al más mínimo soplo de aire. Estaba en un mejor estado que cualquiera de sus vecinas incluso si sus ventanas estaban rotas, o si el techo superior tenía agujeros prominentes. Por uno de ellos sobresalía una torre maltrecha, probablemente el conducto de una estufa a leña. 

Aleu había caminado la mitad del trayecto, y la otra mitad me había tocado cargarla en mi espalda.  Llevaba dormida casi una hora, así que sacudí un poco mis hombros para poder despertarla. Ella murmuró algo y se removió.

—Ya estamos llegando —dije—, y si no te despiertas te tiraré a la nieve. 

Mi espalda dolía y mis brazos no podrían soportar por mucho más tiempo.

—¡Estoy cansada! —pataleó ella. 

—Descansarás apenas lleguemos —aseguré, y entonces la solté.

La figura de Aleu desapareció en un pozo de nieve, pero ella volvió a aflorar un segundo después. Tenía el ceño fruncido y una ira palpable.

—¡Eres una persona detestable! —despotricó, levantándose con dificultad.

—Ve a llorar a otro lado, Aleu —murmuré con cansancio, estirando mis brazos sobre mi cabeza—. De todos modos, no es bueno que estuvieras tan quieta por tanto tiempo, mucho menos con este frío. Te he hecho un favor. 

Entonces la tomé de la mano y la insté a seguir caminando. Más adelante, la leona nos miraba con aquellos ojos hipnóticos. 

—¿Estás segura de que estar en esa forma es seguro? —le pregunté entonces—. Ellos podrían estar cerca, y los perros te sentirían. 

Elena tan solo se dio la media vuelta y continuó caminando. Asombroso. 

Traté de pensar en otra cosa, como por ejemplo: en las personas. Ya me las estaba imaginando; metamorfos apiñados alrededor del fuego en ese mismo instante. Me imaginé tratando de presentarme ante ellos, y lo que tendría que hacer para convencerlos de que me llevaran hasta la frontera de Alaska. Aunque, por más tonto que sonara, ese no era mi único miedo. También temía a las personas en sí. No estaba en mi naturaleza los encuentros y presentaciones agradables; conocer gente nueva y hablar… sobre todo la parte de hablar.  

Me pregunté si era muy tarde para darme la media vuelta e irme. Todo esto sería en vano si no lograba generar una buena impresión, y yo nunca era una buena impresión.

Jamás tuve intenciones de ir haciendo buenas migas con cada persona que se cruzara por mi camino, lo que explicaba mucho mi encuentro con Elena e incluso la mismísima Aleu. Pero… Conseguir un buen ambiente era vital para lograr mi objetivo, y yo contaba con la desarrollada habilidad de incomodar a toda una multitud sin siquiera tener que mover un músculo.

No me di cuenta de que había detenido mi andar hasta que Elena se detuvo también. 

Aleu, que por consecuente también se había quedado quieta, apretó mi mano. Las dos me estaban mirando muy atentamente, intrigadas.

No, pensó una voz en mi cabeza. Muchos la reconocerán como Conciencia, pero yo tenía otros apelativos menos amables.  Hoy no. No seas cobarde, James.

Inconscientemente mi mano libre se deslizó hasta el bolsillo derecho de mi abrigo y se aferró al reloj de oro tan fuerte que dolió. 

No seas cobarde, repitió.

Inhalé aire de manera abrupta, lo retuve y continué avanzando como si no hubiera pasado nada. 

Cuando estuvimos a tan solo un par de metros, la puerta se abrió y azotó la pared con brutalidad. Una mujer joven, tal vez cerca de sus 30, salió hecha una ola de furia abrumadora.

—¡Hasta que por fin te dignas a aparecer! —bramó, con los cachetes rojos de puro coraje. Yo no alcanzaba a ver a Elena directamente, pero podía jurar que había rodado sus ojos felinos con desinterés—. ¡Dijimos que sería por un día, Elena! ¡Uno, no tres! ¡Creímos que te habían atrapado, y si no fuese por Sammy, ten por seguro que te habríamos dejado atrás! ¡A saber qué harías luego sin nosotros!

Elena metamorfoseó su cuerpo y se levantó del suelo con resolución. Tiró su andrajoso pelo hacia atrás y rió.

—Pues seguro que los habría terminado hallando. —Entonces atrapó la cara redonda de la mujer y plantó un efusivo beso en su mejilla—. No te agobies tanto, Martha —canturreó dándole un toquecito en su nariz—, o te saldrán arrugas, ya verás.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.