Corona de Oro

IX

Antes de despertarme del todo, escuché el fuego. La madera se quejaba bajo las llamas que respiraban, hambrientas. Agucé el oído un poco más, tratando de verificar que todos los demás aún estuvieran dormidos. Algunas respiraciones eran tenues e imperceptibles, otras se transformaban en ronquidos prominentes, y otros tan solo hablaban en sueños. Había una extraña e imperturbable paz en eso, algo que hacía a mi corazón latir tranquilo.

Abrí los ojos.

Lo primero que vi fue a ella, porque estaba despierta, sentada sobre sus piernas con las manos sobre el regazo y con aquellos ojos felinos puestos sobre mí. Sentí mi rostro arder de inmediato y me levanté preso del repentino pánico. 

¿Cuánto tiempo llevaba mirándome así? No creía tener un buen dormir, en realidad verme dormir era algo no grato. ¿Tal vez había estado roncando todo este tiempo?

—¿Ocurre algo? —me obligué a decir, en voz baja. 

Elena se acercó un poco más hasta mí. 

—Silencio —siseó, llevándose un dedo a los labios—. No querrás despertarlos a todos. —Obedecí a sus palabras y me quedé callado mientras la veía acomodarse a mi lado. Ella me miró de reojo a través del cabello rubio que le caía sobre el costado de la cara—. Anoche oí lo que Martha y John estaban hablando.

Bajé mis ojos hasta el suelo y me encogí de hombros, tratando de pretender que en realidad el hecho de eso no me molestaba. 

—¿Qué pasa con eso? 

—Te están buscando a ti, ¿o no? —No había sonado como una acusación, más bien como si solo estuviera tratando de probar una teoría—. Te he visto, a ti… A tu otra forma. No me imagino que otra cosa podría movilizar a tantos cazadores además de ti. 

En realidad había tratado de no pensar tanto en eso la noche anterior, pero me fue imposible. Elena estaba en lo correcto; La Rosa me estaba buscando a mí, habían movilizado a un montón de cazadores aficionados en mi búsqueda y en consecuencia el resto de metamorfos que quedaba por el país habían estado siendo purgados. Harold había muerto por mi culpa, al igual que Donna y Walter. Y Aleu… Volví a verla un instante; seguía durmiendo apaciblemente. El que ella fuese un metamorfo y su transformación hubiera estado cerca no fue más que una terrible coincidencia, porque nada allí habría pasado si los cazadores no hubieran estado ahí para buscarme. El hecho de que ella ahora fuese una niña sin familia ni un lugar donde caer muerta… 

Una vez más, todo era mi culpa. 

—Lo siento —dije entonces—. De verdad lo siento.

Ella inclinó la cabeza, luciendo verdaderamente confusa. 

— Tengo el presentimiento de que debería saber a qué te refieres, pero honestamente siempre tuve una mala intuición cuando se refiere a emociones y personas en general —comentó ella con una mueca graciosa—, así que… ¿Por qué te disculpas? 

Resoplé. ¿En verdad me iba a hacer decirlo? 

—Solo… Supongo que de cierta forma es mi culpa que… Que esto esté pasando y que todos estemos aquí… —dije, no sin esfuerzo—. De verdad lo siento por eso.

Ella resopló y empujó su cabello a un costado con una media sonrisa.  

—Bueno, que pienses que todo esto es tu culpa y no algo que tiene años de historia, y que además es parte de crímenes de odio no justificados es… Algo egocéntrico de tu parte. 

A mí no me parecía ni un poco gracioso.

—Solo sé que sería más fácil para todos ustedes si ellos ya tuvieran mi cabeza colgando en una chimenea.

Entonces ella dejó salir un ruido nasal que se apresuró a esconder bajo su mano. Ella me miró con ojos desorbitados y yo igual. ¿Acaso… se había reído? Toda mi cara se desfiguró en disgusto.

—¿Te acabas de reír como… como un cerdo? 

La risa rara volvió a explotar contra su mano y ella sacudió la cabeza furiosamente. 

—Lo siento —murmuró, haciendo un esfuerzo enorme para no empezar a desternillarse de la risa—. Es que… —Ella tomó aire y comenzó a agitar las manos, tratando de echarse aire para calmarse—... Bueno, tiendo a reírme en los momentos menos indicados. Y la imagen de tu cabeza en una chimenea… —Y volvió a cubrirse el rostro—. Lo siento.

Asentí, sin saber qué decir exactamente. Levanté una mano y señalé su cara.

—¿El ruido del cerdito es…?

—Estoy bastante segura de que es algo médico —repuso con rapidez, sonando un poco avergonzada por ello—. ¿Qué te parece si ignoramos que este momento pasó, Bambi?

—Basta  de decirme así —repliqué con hastío.

Más tranquila, Elena volvió a descubrir su rostro. Ella dio un largo suspiro y dijo:

—Bueno, retomando lo de antes…. Aunque tal vez tengas un punto y tu cabeza… Bueno, eso —declaró alzando las cejas—, no creo que vayas a entregarte noblemente a ellos, ¿estoy en lo correcto? —Le dediqué una mirada impasible; la respuesta sin dudas era obvia. Ella se echó a reír sin el cerdito—. ¡Ese es el espíritu!

—¿De esto es de lo que querías hablarme? —pregunté entonces, tratando de desviar un poco el tema de conversación antes de que su voz escandalosa terminase por despertar a todo el mundo.




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