Corona de Oro

XIII

La vida tendía a dejarme en situaciones desfavorables. Evidentemente ese era mi karma; algo que tenía asumido desde hace varios años. Me había resignado a que en realidad mi suerte estaba maldita, y era por eso que siempre solía asumir los peores escenarios posibles. Es por eso que cuando me lancé para tratar de seguir a Elena, me imaginé mi muerte como ya lo había hecho otras miles de veces, solo que en vez de huir como normalmente hacía, estaba corriendo hacia ella.

Es curioso cómo cambiaron las cosas. 

Corrí lo más rápido que el camino nevado me lo permitió; Elena había tomado la delantera y quise gritarle que se detuviera, pero supe contenerme, pues eso solo podría delatarnos. Mi única esperanza era ser lo suficientemente rápido como para llegar a ella y detenerla antes de que alcanzara a cometer una estupidez. Aleu y Samuel nos estaban esperando de regreso a ambos y ese pensamiento, por una fracción de segundo, logró enfurecerme ¿acaso ella no pensaba en su hermano? Luego de ese discurso moralista que me soltó… ¡Era increíble! 

Miré al frente, justo donde la figura de Elena desapareció tras un grupo de abetos y arbustos vacíos que se apiñaban como una barrera que me impedía ver más allá.

Y en cuanto más me acercaba, más llegaba a oír a los perros, las voces, los gritos y el forcejeo. 

Cuando llegué, las cosas ya parecían haber escalado a un nivel catastrófico. Lo primero que distinguí fue a Elena, quien mantenía un reñido forcejeo con un hombre de bigote para quitarle una vieja ballesta de las manos. Luego estaba a quien distinguí como Joe, a horcajadas del otro cazador desarmado, mientras hacía lo posible por retenerlo en el suelo. Más atrás de ellos había un trineo que era sostenido por dos perros de tamaño mediano y ladraban furiosamente hacia nosotros. 

Lo siguiente que vi fue el fusil que había a un par de metros de mí. Solo dudé por un segundo antes de apresurarme a levantarlo. El arma era más pesada en mis manos; más de lo que alguna vez había imaginado que serían. Temblequeó en mis manos por unos segundos eternos antes de que pudiera afianzar mi agarre y estabilizar mi pulso lo mejor posible. 

—¡Ya basta! —grité, apuntando al hombre que todavía batallaba contra Elena. Él se sorprendió por un segundo y retrocedió ipso facto, con las manos levantadas en el aire y el rostro pálido. 

Elena quitó el seguro a su arma y la levantó en el aire también, sin dudas con mucha más soltura y eficacia que yo. Su pulso ni siquiera temblaba. Ella tenía en la mira al hombre que Joe sostenía por el suelo. 

—Ey, oigan, no queremos… —balbuceó el hombre del bigote, esbozando una sonrisa tonta al mismo tiempo que daba unos cuantos traspiés— ¿Podrían…? ¿P-podrían bajar esas armas? 

—No son parte de La Rosa —le dije entonces a Joe y Elena. Volví a mirar de arriba a abajo al tipo de bigotes; que iba vestido con una amplia chaqueta de cuero marrón, mientras que su cabeza era decorada por una boina inglesa—. Son aficionados —Y desvié mi mirada al trineo, donde había unas cuantas botellas vacías de whisky—, y van borrachos.

—¿Y tú cómo sabes? —reclamó Joe entre jadeos, mientras aprovechaba para alejarse del hombre en el suelo.

Hice un gesto con la cabeza, señalando sus vestimentas.

—La Rosa usa uniformes de caza verdes —dije—. Y esos perros no son los que suelen adiestrar.

Por un instante, me llegó el flash de una memoria sobre un perro braco francés que que estuvo a punto de morderme los tobillos cuando era niño. Por lo general, los perros de La Rosa solían ser rastreadores únicamente; no les gustaba que estos interfirieran en su caza. 

—Además —intervino Elena—, en La Rosa solo hay estirados con cara de imbéciles.

Hice una mueca. Ella tenía un punto. Aquellos que pertenecían a ese amplio club solo eran gente muy adinerada. Parecían una aristocracia. Y estos dos de aquí… Tenían pinta de ser unos pueblerinos comunes. 

—Solo queríamos un poco de diversión, hombre… —El del bigote, que iba con toda la cara sonrojada por el alcohol, trató de acercarse y volví a redirigir el fusil hasta él.

—Quieto —advertí entre dientes. Él regresó a su lugar en cuestión de un parpadeo. Entonces miré a Joe, que todavía parecía tratar de recuperar el aliento—. Joe, ¿dónde está Tony?

Recordaba que ellos habían elegido ir juntos por su cuenta. Pero no veía ningún rastro de él por allí.

—¡Le dispararon! —se lamentó con un jadeo—. Él está… ¡Corrió! N-no sé a dónde se escondió, pero logré… Logré atraer la atención de sus perros y…Ellos atraparon a… Nos acercamos porque íbamos a ayudar a… 

Me permití mirarlo un instante, con poca paciencia para sus balbuceos que se quedaban a mitad de camino. 

—¿A quién? 

—¡Al ciervo! 

Me congelé por un instante, porque creí que podría estar refiriéndose a mí, pero eso era imposible. 

—¿Qué ciervo? —murmuré.

—Debemos encontrarlo ahora —decidió Elena al mismo tiempo—. James, ¿crees que…?

—¿Qué haremos con ellos? —irrumpió Joe—. Si los matamos… 

¿Matarlos?

—Por favor… No tomen decisiones tan… Apresuradas —parloteó el hombre que todavía permanecía en el suelo, medio sentado, arrastrando las palabras con mucha dificultad, pero en realidad no parecía estar tomándose nada de lo que estaba pasando en serio. Sin dudas, él era quién más había bebido de los dos.




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