EDAD DE HIERRO
812 a.C. Imperio de Elyndor, junto a las orillas del lago de los espejos.
KAEL VALTARON D'ARCELYS - EMPERADOR DE VALTARIA
Jamás olvidaré aquel instante. Aquel primer instante.
El reflejo del atardecer danzaba sobre el lago como fuego fundido. Mis hombres y yo habíamos acampado a sus orillas, tras semanas de marcha desde Valtaria hacia los extremos orientales del continente. La tierra de Elyndor, si bien no nos era enemiga, nos observaba con recelo. Explorábamos bajo la bandera de la diplomacia, pero con la precaución de quien pisa suelo ajeno con el acero envainado y los sentidos despiertos.
Fue entonces que la vi.
Bajó por la colina escoltada por cuatro damas. Su andar era suave, casi etéreo, y los rayos del sol, al rozar su piel de marfil, parecían pedirle permiso para tocarla. Su cabello castaño claro caía en ondas delicadas sobre su espalda, y una corona de flores y perlas descansaba sobre su cabeza como si el mismo bosque se hubiese rendido a su belleza. Pero lo que me detuvo el aliento fueron sus ojos: ámbar, como la miel caliente, y tan profundos que creí ver en ellos el eco de algo que llevaba siglos buscando sin saberlo.
No me acerqué. No aún. Ser emperador no me eximía del temor al ridículo o del deseo de observar antes de actuar.
Por días la vi llegar al mismo lugar, a la misma hora. Se sentaba a la orilla del lago, sus damas tejían en silencio o reían en voz baja, pero ella... ella se quedaba quieta, mirando el agua como si en ella leyera secretos que el resto del mundo había olvidado.
Finalmente, el deseo superó mi juicio. El cuarto día me vestí no como emperador, sino como hombre. Me aproximé con pasos firmes pero tranquilos, y cuando estuve lo suficientemente cerca, ella alzó la vista.
~.~
—Perdonad mi osadía, mi lady —murmuré con voz grave, inclinando ligeramente la cabeza—. Soy Kael Valtaron d'Arcelys, soberano de Valtaria.
Ella me observó con una mezcla de sorpresa y calma. No se levantó, no pidió que me alejara. Sus labios se curvaron con suavidad, y su voz fue como un arroyo en calma.
—No sois osado, mi señor. Solo curioso. Yo soy Lyanna Auren d'Syrvalle.
Pronunció su nombre como si lo susurrara el viento entre hojas, y su mirada no se desvió de la mía. Sentí, por un instante, que los soldados a mi espalda, las damas a la suya y el mundo entero habían dejado de existir.
~.~
Nos vimos muchas veces desde entonces. No en secreto, pero tampoco en voz alta. Caminábamos juntos por la ribera, hablábamos de reinos y poesías, de estrellas antiguas y de las heridas que los imperios dejan en sus hombres. Yo empezaba a vivir de nuevo, como si los años de guerra, las estrategias, las conquistas... no hubiesen sido más que un largo invierno antes de ella.
Y yo... yo creí que ella también me amaba. Lo vi en sus ojos cuando reíamos. Lo noté en la forma en que escuchaba cada palabra mía como si fuera el último secreto del universo.
Hasta que llegó la noche maldita.
El emperador de Elyndor, Darian Elyon d'Alvarès, había enviado una invitación diplomática. Una celebración grandiosa, decía. Un evento para los grandes del continente. Fui por deber, sin imaginar que en aquella noche perdería mi alma.
El palacio estaba bañado en luz dorada. La música flotaba como humo dulce entre columnas de marfil y sábanas de terciopelo. Entré con mi capa de Valtaria ondeando tras de mí y una sonrisa leve, esperando verla allí. Entre los invitados, pero entonces...
La vi.
Pero no en mi dirección. No esperándome. No buscándome.
Estaba al final del salón, vestida de blanco, con un velo como nube de ámbar y un cíngulo imperial en la cintura. Y junto a ella...
Él.
Darian.
Con su mirada de hielo disfrazada de ternura, le tomó la mano, y frente a los aplausos, los himnos, y los miles de ojos, la besó. Sellando lo que debió ser mío.
Sentí el corazón desgarrarse, no partirse. Un imperio se puede quebrar, pero lo mío fue otra cosa: fue perder el alma misma. Quise avanzar, detenerlos, gritar su nombre. Pero mis piernas no se movieron. Mi garganta se secó. Y mientras todos celebraban, yo me hundía en un abismo de oscuridad del que no sabía si regresaría.
No sabía aún qué nombre tendría ese sentimiento. Solo sabía que iba a tomarla. De una forma u otra.
Aunque tuviera que encender el infierno mismo para alcanzarla.
~~~...~~~
Con los meses como único testigo, mi nombre dejó de ser un eco entre los montes de Valtaria para convertirse en un presagio en las fronteras de Elyndor. Había invadido sus tierras como quien irrumpe en un templo, no por gloria, no por conquista, sino por despecho. Una locura hermosa y sangrienta.
Mis hombres morían. Uno a uno. Día tras día.
Y Darian... ese maldito Darian, el Emperador del Sol, me ofrecía rendirme con una dignidad que no merecía. Tenía que admitirlo: era un buen gobernante, uno que irradiaba justicia, esperanza, ese tipo de luz que arde en la piel de los hombres oscuros como yo.
Pero no podía ceder.
No después de lo que me habían hecho.
Esa noche, en la penumbra de mi campamento, entre mapas rotos y copas vacías, escuché pasos suaves. No eran los de un soldado. Eran más... ligeros. Como una canción que no quería ser oída.
Y entonces la vi.
Lyanna.
Vestía un manto sencillo, nada parecido al esplendor con el que la recordaba en los jardines de Elyndor. Sus ojos ámbar brillaban con algo que no supe descifrar al instante. Dolor. Determinación. Tal vez ambas cosas.
—Kael... —murmuró con una voz que me atravesó como la primera nevada sobre una herida abierta—. Tienes que detener esto. No más sangre. No más fuego. Por favor...
Me puse de pie. Mi cuerpo temblaba. No de frío, sino de ese resentimiento que me carcomía desde el día en que la vi casarse con otro.
#4187 en Fantasía
#1637 en Personajes sobrenaturales
#2050 en Thriller
#790 en Suspenso
Editado: 13.05.2025