Polinea bajó lentamente los peldaños de la tarima y se reunió con su esposo, este la abrazó y la miró a los ojos.
—Nunca vuelvas a hacer eso, por favor, querida—le rogó tomándola por los hombros de forma suave. Ella tan solo asintió y se fundieron en un abrazo.
Polinea sabía bien que haría lo que hiciese falta para salvar a su marido y por esa razón no le prometía a su esposo evitar este tipo de cosas. Odiaba no cumplir sus promesas así que tan solo asintió sin mediar palabra alguna, luego del abrazo decidieron bailar unas cuantas canciones y beber vino.
A la media noche se retiraron de la sala pero la vista del rey no se apartó de Polinea ni un segundo hasta que desaparecieron por las enormes puertas cafés, caminaron tomados de la mano hasta salir del reino de piedra tan gigantesco e imponente.
Los dos sonreían y cada dos por tres paraban para darse un beso dulce o alguna caricia robada a la noche, la calle hacia el castillo se encontraba desierta, la luz de la luna estaba en su máximo esplendor y cada vez que Polinea miraba a Selene sentía la carne de gallina y en su mente escuchaba una voz que prometía cosas malas para el resto de su noche, ella pensaba que lo peor había pasado.
Nunca en su vida había estado tan equivocada, ya que esa noche, atravesando el puente de piedra, a la luz de Selene y entre besos dulces y caricias tiernas aquellos esposos enamorados se toparian con su destino cruel y sangriento. Esa noche acabaría con su alegría.
Aleander tomó a Polinea por las caderas y la pegó suavemente a la columna más grande que se encontraba a mitad del puente, le besó los labios y bajó lentamente a su cuello.
—Hoy será nuestra mejor noche, cariño—prometió su marido tomando las delicadas manos de aquella hermosa mujer, las entrelazó con las suyas y juntaron sus frentes.
—¿Tienes una idea de lo mucho que te amo? —le preguntó Polinea a su marido con aquel tono de voz que tanto le gustaba utilizar en sus momentos especiales.
—¿Recuerdas aquella noche en la que te hice mi esposa? —soltó Aleander sin despegar su frente de la de su amada.
—Como si hubiera sido ayer.
Se mantuvieron así, unidos respirando el aliento que emanaba cada uno cuando de repente Aleander fue arrebatado de los brazos de Polinea de manera brusca, dos guardias reales se encontraban sobre él dandole una fuerte golpiza.
Polinea gritó he hizo cuanto pudo para intentar separarlos cuando de repente sintió que la tomaban por las caderas y la levantaban en el aire. Su esposo gritaba implorando que la soltaran pero ella era incapaz de ver quien la cargaba en su hombro.
Soltó patadas, pellizcos, mordiscos y todo cuanto pudo pero eso no funcionaba, la tenían apresada como si un grillete estuviese alrededor de su cintura, la última imagen que tuvo fue la de su esposo sangrando, corriendo para rescatarla. Polinea fue introducida en un carruaje real y como si todo aquello no fuese suficiente, una flecha atravesó la pierna de su marido haciéndolo caer de rodillas.
Antes de que la puerta del carruaje se cerrara Aleander gritó con todas sus fuerzas.
—¡Te encontraré, Polinea! —y en un grito desgarrador soltó las palabras que Polinea llevaría para siempre en su corazón —¡Te amo!
Dos simples palabras que contenían aquellos dos años de matrimonio feliz, dos palabras que aguardaban a la espera de un próximo reencuentro.
Reencuentro que podía tardar horas, días, meses o años... Incluso una vida completa.
Era más que obvio que todo esto fue guiado con órdenes de una persona importante como lo era Narciso, el rey inmundo de Laryssa. Polinea lloró durante todo el camino que llevaba del puente a los aposentos reales de aquel tirano.
Las gigantescas puertas se abrieron y ella fue empujada a la alcoba real, antes de que ella pudiese girarse para luchar la puerta se cerró y la dejaron completamente sola. Se dejó caer de rodillas en la alfombra roja que cubría todo el piso de piedra y las lágrimas cayeron sin demora.
No podía olvidar aquella mirada que le dedicó Aleander al ser abatido por la flecha, nada importaba ya, nada más que estar de nuevo entre sus brazos. Polinea rodeo su cuerpo con sus delgados brazos que en nada se parecían a la protección que le entregaban los de su esposo, se enrozcó y lloró todo lo que pudo hasta que las lágrimas dejaron de salir, la voz se le volvió gangosa y sus mejillas dolían de tanto limpiarlas.
Polinea se levantó y miró la estancia, la pared frontal estaba cubierta por un enorme vidrio que dejaba a la vista las lejanas luces del pueblo, como si el cielo estuviese debajo de aquella torre, la cama era de doseles y se encontraba sobre una enorme tarima de piedra, una mesa grande adornaba gran parte de aquella habitación y un armario gigante a un lado, eso era lo único que había.
Polinea usmeo la sala en busca de algo con lo que poder defenderse, cuando subió las gradas hacia la cama, las puertas se abrieron y por ellas entró Narciso con su ropa de celebración y una copa de vino en su mano derecha.
—Hola, dulzura— la saludó dejando la copa sobre la mesa y avanzó hasta posarse a los pies de la tarima.
–¿Qué hago aquí? —preguntó ella de manera brusca y le lanzó una mirada de repudio.
—Vienes a complacerme.
—¿Complacerte? ¿Yo? —preguntó colocando un dedo sobre su pecho—¿Acaso quieres que cante para ti por el resto de mi vida?
—No seas ilusa, yo no deseo que me complazcas de esa manera —soltó Narciso quitándose el cinturón que contenía la fusta de la espada y lo dejó caer con un estruendoso golpe sobre la alfombra.
—¿No estarás pensando que me voy a acostar contigo, o sí? —preguntó ella cruzando los brazos sobre su pecho.
—Exactamente eso harás, si no lo haces mataré a tu queridito esposo.
—No seas estúpido—se burló Polinea—yo podría hacer cualquier cosa menos acostarme contigo, me das asco.
El rostro de Narciso se contrajo y se deshizo de su armadura dejando a la vista un pecho duro y fuerte marcado por la guerra que cruzó en sus años como príncipe, subió escalón por escalón hasta posarse a unos pasos de aquella bella mujer.