Dos meses después de aquel suceso en la alcoba del tirano. Polinea aún tenía marcas en su cuerpo —de las cuales—estaba segura, que jamás se borrarían. Llevaba una semana encerrada en aquella habitación cercana a la de su opresor, una semana sin ver el sol. Una interminable semana sin saber noticias de su marido.
El dolor de su cuerpo se había ido sustituído por el de su corazón y todas las noches lloraba al mirar por aquella ventana de barrotes a Selene. Oró día y noche para que su esposo estuviese bien y pudiera volver a sus brazos, pero entre más días pasaban, Polinea más angustiada estaba.
Lo único que la hacía mantener la cordura era la presencia de Aurelia, su sirvienta personal, quien le daba palabras de apoyo y de consuelo. Pasaba horas sentada en la cama de Polinea y la escuchaba orar, la escuchaba rogar a Selene que le devolviera su felicidad.
Esa noche, como todas las demás, Aurelia llegó a la habitación de Polinea llevando consigo una deliciosa tarta de cereza, Polinea la devoró por completo y esperó pacientemente a que su sirvienta abandonara la estancia para correr al baño y vomitar.
Estaba segura de que se encontraba en gestación ya que vomitaba todo lo que ingeria, se mareaba constantemente, y hace muchas lunas que su período había dejado de llegar. Sabía de sobra que no podía confíar su embarazo a nadie, nisiquiera a la sirvienta que tanto amor y apoyo le había brindado.
No estaba segura si Narciso la visitaría ya que de vez en cuando se posaba frente a su cama pero sin mediar palabra se retiraba, en dado momento Polinea llegó a pensar que estaba arrepentido de todo; pero conocía muy bien a su rey, un tirano desalmado que jamás se arrepentía de absolutamente nada.
Ella temía el día en que su embarazo se empezara a notar y lloraba todas las noches al pensar en que el hijo que llevaba en su vientre no era fruto del amor que le tenía a su esposo, Polinea mantenía presente el recuerdo de su hermoso marido y le rogaba a las Diosas que estuviese vivo y que jamás en su vida volviera a buscarla; sabía bien que no podría soportar la vergüenza de cargar con aquel peso tan grande y ante todo sabía bien que Aleander haría lo imposible por protegerla, incluso cuidaría de aquel bebé como si fuese suyo y eso era lo que Polinea menos deseaba.
No quería colocar sobre los hombros de su esposo la vergüenza de un hijo bastardo, ni podría tampoco con las repercusiones que esto traería en la sociedad.
A la mañana siguiente Narciso apareció por la puerta y tomándola de un brazo la sacó de su cama, la llevó a rastras hasta su habitación y la lanzó de nuevo contra aquel colchón suave cubierto de mantas rojas. Esta vez Polinea no temía por ella, temía por aquel niño o aquella niña que llevaba en su vientre.
Narciso se subió sobre el delgado y débil cuerpo de aquella mujer que una vez fue hermosa y comenzó a besarla. De repente algo cruzó por la mente del rey y se detuvo mirándola a los ojos.
—Cásate conmigo—soltó tomándola por la barbilla.
Polinea no abrió su boca ni emitió sonido alguno.
—¿Qué dices? —le insistió Narciso bajando de la cama y posándose a los pies de esta.
—Yo aquí no tengo ni voz ni voto, no sé que esperas que diga.
—Polinea no me hagas esto, por dos meses he intentado hacer las cosas bien, he reprimido las ganas de tocarte o de besarte porque sabía que no lo deseabas...
—¿Y hoy? —lo interrumpió.
—¿Qué? —le preguntó el rey perdiendo el hilo de la conversación.
—Sí, hoy ¿Qué sucedió? —lo miró a los ojos y levantó una ceja—hoy me trajiste a rastras hasta tu cama para volver a tocarme. ¿Según tú, hoy sí lo deseo?
—Pensé... —se frotó el rostro con sus dos manos y se arrodilló frente a aquella mujer—yo me enamoré de ti.
La risa invadió el cuerpo de Polinea, y no era una risa simple, eran unas terribles carcajadas que sacudían su cuerpo y le surcaban el rostro de lágrimas.
—¿Qué tú te enamoraste de mí? —le preguntó cuando la risa mermó.
—Sí...
—¡En mi vida volveré a escuchar otro chiste como este!, eres muy gracioso Narciso. Deberías ser un bufón más de tu corte de asquerosos y miedosos hombres.
—¡Por esto es que soy como soy contigo! —gritó aquel hombre levantándose del suelo y dándole un empujón a Polinea—¡A ti se te tiene que tratar brusco para que entiendas!
Volvió a gritar y cuando la miró a los ojos Polinea vio a aquella bestia que la había maltratado durante dos meses, vio aquella mirada descomunal que la hizo temblar.
Narciso se fue con todo sobre el cuerpo de Polinea y tomándola del cabello la lanzó al frío suelo de piedra, la arrastró por las escaleras de la tarima y la dejó caer en la alfombra roja, se arrodilló frente a ella nuevamente y tomándola de la barbilla le gritó.
—¡Te di una oportunidad y no la aprovechaste, ahora verás! —le descargó una cachetada y preso de la furia se levantó para darle una patada a la pobre mujer.
—¡No! —Polinea se enrozcó y con los brazos se tapó el abdomen, esto no le pasó desapercibido a Narciso quien perdió aquella temible mirada y la miró confuso.
—Polinea... —ella no deseaba escuchar aquella pregunta y mucho menos darle una respuesta—¿Qué te pasa?
La tomó del brazo y la puso en pie, ella aún tenía sus brazos cubriendo su abdomen y una mirada de temor en sus ojos tan celestes como el agua. Las lágrimas se arremolinaban en las esquinas de sus ojos pero intentó no derramar ni una.
—Na... Nada.
—Dime la verdad.
—¡Ya te dije que nada! —gritó y volvió su rostro hacia la puerta —me quiero ir—pidió en un susurro.
—Bien.
La acompañó a la puerta y con la mirada perdida le indicó a un guardia que la llevara a su habitación. Al encontrarse sola volvió a llorar y se hizo un ovillo entre las sábanas blancas de su cama. Quizá dos o seis horas después la puerta se abrió y por esta apareció su sirvienta muy alterada.