Corona robada.

Capítulo cinco.

El tiempo pasó volando y Polinea pronto cumpliría nueve meses de embarazo, aún no sabía si su bebé estaba bien o no, no sabía su sexo y lo único que la mantenía tranquila era sentir como se movía. 

Aurelia siempre hablaba de lo grande y fuerte que sería aquel niño, apostaba que sería un varoncito ya que su tripa era muy grande, casi el doble de lo que debería ser normalmente y se movía como nunca. 

Justo el mismo día en el que Polinea cumplía su noveno mes de gestación Narciso apareció en su habitación, lo escuchó hablar y corrió a ponerle seguro a la puerta del baño, posó su oreja contra la fría madera y escuchó que Aurelia la excusaba con aquel hombre. 

—Se está bañando, señor—le dijo con voz firme. 

—Bien, cuando salga dile que la estaré esperando en la habitación, quiero hablar con ella y entrégale esto, por favor. 

—Como usted ordene. 

La puerta principal se cerró y Polinea salió, no sabía bien que era lo que había movido a Narciso a aparecer por ahí tanto tiempo después ya que en todos esos meses no la había vuelto a visitar, Aurelia tenía entre sus manos una carta y Polinea se la arrebató sin esperar. 

En esta, con aquella caligrafía que Polinea conocía tan bien, ponía: para Polinea. El corazón de aquella chica brincó de felicidad y su hijo al parecer lo sintió ya que se movió frenético. 

Sin demora la abrió y se sentó sobre la enorme cama. 

 

Hola mi dulce amada, te escribo de nuevo por acá, esta es la carta número noventa que he enviado a palacio sin recibir respuesta alguna.

 Espero que estés bien, no me han dejado verte y estos meses para mí han sido interminables, perdí mi puesto en le ejército y la vida sin ti ya no tiene sentido, me hace falta escucharte cantar por los pasillos, escuchar tu hermosa risa y verte con una mano en la cintura y el cucharón de la sopa en la otra.

 Ahora mismo me estoy riendo de lo hermosamente absurda que te ves con aquel trapo negro en la cabeza para evitar que el cabello caiga sobre lo que haces. 

Amor, me haces una falta horrible y mi impotencia crece a pasos agigantados al no obtener noticias tuyas. 

Aún así, haya pasado lo que haya pasado, te sigo esperando con los brazos abiertos y una enorme sonrisa de aquellas que tanto te gustan, Te amo mi dulce Polinea. 

-Aleander-

 

Polinea no había notado que estaba llorando cuando vio que una lagrima mojaba el papel, guardó la carta en el escondite junto a la prueba, una mantas para bebé y una ropita pequeña que Aurelia le llevaba a escondidas. 

—Maldito Narciso—soltó sollozando —lo odio. 

Aurelia la abrazó y con unas palabras decididas la consoló. 

—Tienes que ser fuerte para este bebé que viene en camino, a pesar de la clase de hombre que lo engendró tú lo criarás bien, eso lo sé. Eres una gran mujer... 

La sirvienta se vio interrumpida cuando la puerta se abrió de golpe y Narciso aparecía ante ellas. 

—Lo sabía—soltó mirando la enorme tripa de Polinea—algo me lo decía, y nunca le hice caso a mi intuición. Y ustedes osaron esconderme que iba a tener un hijo. 

Narciso se acercó y tiró de Aurelia lanzándola a un lado, Polinea se encogió y su cuerpo empezó a temblar. 

—Sabes bien lo que pasa con los bastardos, no soy reina, no soy dueña de ningún reino, ni tengo oro, tú matarás a mi hijo y por esa razón fue que te oculté que tendría uno. 

—De nada te sirvió, y tranquila que tú también morirás con él. 

Narciso salió de la habitación cerrando la puerta de golpe y Polinea se sentó sobre la cama. 

La impresión de aquellas palabras le aceleraron el pulso y un terrible dolor se instaló en la parte baja de su enorme tripa, ella soltó un grito terrible y la sirvienta se acercó rápidamente. 

—¿Qué ocurre? —preguntó tomando a Polinea de sus hombros. 

—¡Duele, duele mucho! —un líquido bajó por sus piernas y las dos supieron que el bebé venía en camino, con una velocidad increíble Aurelia puso a Polinea sobre la cama con mantas bajo su cuerpo y trajo agua caliente de la bañera, tomó la ropa y unas mantitas para bebé. 

El parto inició y Polinea se vio obligada a morder un paño húmedo para amortiguar sus quejidos de dolor, el bebé nació y se llevaron una enorme sorpresa al ver que era una niña. El dolor se detuvo unos segundos pero reinició y no entendían lo que sucedía. Polinea volvió a gritar al sentir como sus entrañas se contraían con terribles contracciones y tiempo de labor después nació otra pequeña. Eran mellizas. 

Sabía que no podía tener a sus hermosas hijas en aquel lugar y también sabía que con el dolor de su alma, debía entregarle una niña al rey. 

El sueño la consumió y no supo absolutamente nada más. 

 

Polinea se encontraba en el bosque frente a una hermosa figura femenina que irradiaba luz por doquier. Simplemente le dijo una frase que enredó a Polinea incluso después de despertar de aquel sueño. 

"Debes entregar a la oscuridad, la claridad es la única opción que nos salvará". 

Despertó de pronto y se encontró a Aurelia con las dos niñas en brazos. 

Polinea se levantó de la cama un poco aturdida y adolorida. Con su cuerpo tambaleante avanzó hasta la silla en la que se encontraba Aurelia y miró a las dos niñas envueltas en las mantas. Tan pequeñas y tan distintas... 

La mayor —por minutos— se encontraba con sus ojitos abiertos y al mirarla Polinea sintió como si una daga se incrustara en su pecho, sus ojos eran blancos totalmente al igual que los de Aleander, como si fuese su propia hija. La vida le estaba jugando una muy mala pasada. 

El cabello de aquella niña se notaba demasiado ya que era de un color tan dorado que la luz creaba un efecto muy llamativo sobre este y su piel blanca era muy suavecita. En cambio, la otra bebita era totalmente distinta. 




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