Después del secuestro, las amenazas y el terror vivido en su pueblo, sus primos fueron enviados al extranjero con su madre. Ella se quedó. Pronto, el peligro aumentó, y la única opción fue sacarla del lugar que conocía como su hogar. Pero no todos pudieron irse. Su abuelo y un tío tuvieron que quedarse en el pueblo. Esa separación partió a la familia en dos.
Nadie decía mucho, pero todos sabían que las despedidas en medio del miedo siempre llevan la carga de no saber si habrá reencuentro. Durante cinco meses vivió en la ciudad, Eliana no se fue sola. Su abuela —esa figura que era su madre de verdad— decidió acompañarla a la ciudad, junto con sus dos tías menores. Aquello fue un pequeño respiro en medio de tanta angustia. Poder seguir cerca de su abuela le daba algo de paz, aunque todo seguía doliendo.
Eliana, aún siendo tan joven, entendía demasiado. Sabía que la situación era grave. Sabía que sus abuelos trataban de mantenerlos seguros. Sabía que, aunque no lo decían, todos estaban asustados. Y ella también lo estaba. Pero no lo mostraba. Porque cuando el alma madura antes de tiempo, aprende a callar incluso el llanto.
Fueron cinco meses de espera. De adaptarse a la ciudad, de seguir asistiendo a la iglesia, de mantenerse ocupada entre la nostalgia, la confusión y la esperanza silenciosa de que, tal vez, algún día todo volvería a la normalidad.
Pero nada volvió a ser igual. Y finalmente, cuando la violencia disminuyó, regresó a su tierra… a ese pequeño rincón donde aún podía respirar, correr, y sentirse amada.
Pero ese tiempo de paz sería breve.
Una llamada, un año después de su cumpleaños número doce, marcó un antes y un después definitivo. Su madre, al fin, había decidido enviarla a su lado. Había llegado la hora de irse del país.
Eliana no lo sintió como un rescate. Para ella, fue un desgarro. Porque en ese pueblo —a pesar del peligro, a pesar del dolor— estaban sus raíces, sus abuelos, sus recuerdos, y su único amor verdadero.
A su madre no la conocía. Era solo una voz a la distancia. Y aunque era su sangre, no era su refugio. Eliana no sentía amor, ni vínculo, ni cercanía. Solo sabía que se iba con una extraña y que dejaba atrás a quienes sí habían sido su mundo.
Así que, con el corazón hecho trizas y el alma hecha preguntas, emprendió el viaje al extranjero. Su travesía no fue solo geográfica. Fue espiritual, emocional y existencial. No migró con sueños, sino con duelo. No se fue buscando oportunidades, sino obedeciendo un destino que no eligió.
El abandono deja raíces profundas. No se arranca fácil. Eliana lo llevó dentro por mucho tiempo. Dolió, pesó, y por momentos la hizo dudar de todo. Aprendió que no todo lo que parece “unión familiar” sana, y que a veces, lo que más duele es tener que aceptar un amor que llega tarde.
Pero aún en ese nuevo desierto… Dios no la dejó sola.
Y aunque muchos imaginaron que eso sería motivo de alegría, para Eliana fue una nueva herida. Porque no se iba en busca de un sueño, sino huyendo de una pesadilla. Y lo peor: dejando atrás a quienes amaba con el alma: sus abuelo, sus tíos, su tierra, sus raíces, lo que para ella era y seria un hogar.
El día de la despedida llegó con una mezcla de emociones. Su abuela, con lágrimas contenidas, le entregó una pequeña cruz de madera, símbolo de fe y protección. Su abuelo, con voz temblorosa, le dijo: “Recuerda siempre quién eres y de dónde vienes”. Eliana asintió, incapaz de pronunciar palabra, mientras su corazón se rompía en mil pedazos.
El viaje fue largo y silencioso. Cada kilómetro la alejaba más de su hogar y la acercaba a un destino incierto. La ansiedad y el miedo la acompañaban, pero también una esperanza tenue de que, quizás, este cambio traería algo bueno.
Al llegar al extranjero, Eliana fue recibida por su madre, una figura casi desconocida para ella. El abrazo fue torpe, lleno de emociones encontradas. Eliana sonrió, pero por dentro sentía un vacío inmenso. Sabía que el camino hacia la reconstrucción de su vida apenas comenzaba.
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Editado: 08.05.2025