Al principio, todo parecía estar bien. Eliana acababa de llegar a un país nuevo, pero en su corazón todavía vivía el deseo de regresar a su pueblo, a su gente, a sus abuelos. Lo mencionaba constantemente, y fue entonces cuando su madre le pidió dos años. “Dame tiempo para que te enamores de este lugar… y de mí,” le dijo.
Eliana asintió. Y en el fondo, sí lo anhelaba. Anhelaba quedarse. Anhelaba tener una familia con su madre. Pero también sentía que ya era muy tarde. Ocho años de distancia no se reparan en semanas. La herida estaba abierta.
Tiempo después, su madre descubrió que su pareja la había engañado. Decidieron mudarse. Eliana, aunque se sintió aliviada de que aquel hombre ya no estaría cerca para herirla más, también sintió compasión. Sabía cuánto su madre lo amaba. Y ese dolor, aunque no era suyo, lo sintió también como propio.
Fueron a vivir con una amiga de su madre, y Eliana compartió techo con dos niñas más y su hermana . Ingresó a una academia de idiomas para aprender mejor el inglés. Se esforzaba, pero por dentro aún luchaba con muchas cosas que nadie veía.
A los trece años, su madre la integró a su trabajo. Y aunque eso le dio responsabilidad, también la expuso a un mundo para el que aún no estaba emocionalmente lista. Era rebelde, sí. Respondía, se cerraba, discutía… pero ¿qué más podía esperarse? No era maldad. Era dolor. Era una niña que aún no sanaba. Que todavía trataba de entender por qué le tocó crecer sin abrazos, sin guía, sin refugio.
Ocho años de ausencia no se llenan en uno. Y aunque su madre estaba presente físicamente, Eliana todavía sentía la distancia emocional. A veces la miraba y pensaba: “No sé cómo amarte. Pero quiero.”
Pero si había algo que no cambió jamás… fue su fe. Nunca dejó de ir a la iglesia. Nunca dejó de cantar. Aunque no siempre entendía lo que Dios hacía, sabía que Él estaba ahí. Su presencia era su única constante. Su única certeza.
Aquel año en la academia de idiomas no fue solo una etapa escolar para Eliana. Fue su desierto personal. Y no cualquier desierto. Fue uno sembrado por Dios mismo. Uno en el que, sin saberlo, iba a comenzar a oír la voz del cielo con claridad.
Durante ese tiempo, Eliana cargaba enojo, confusión, rebeldía. No sabía cómo amar a su madre. No sabía cómo perdonar. Todo lo que sentía era que había llegado tarde, que no bastaba con estar presente ahora, que el vacío de los ocho años no se llenaba con un techo ni con consejos.
Y en medio de esa lucha silenciosa, Dios le habló. No con gritos. Con verdad.
“Honra a tu madre, porque te la puedo quitar.”
“Ya basta de coraje. Perdónala.”
“No esperes que sea perfecta. Solo ama lo que es.”
“¿Acaso no ves que fue lo mejor que pudo hacer con lo que tenía?”
Esas palabras no vinieron de afuera. Nadie se las dijo. Fue Dios, hablándole directo al alma. Eliana no entendía todo en ese momento, pero su espíritu lo recibió con claridad: “Si no aprendes a amar a quien tienes ahora… no sabrás valorar lo que pierdes cuando ya no esté.”
Fue un golpe de amor. Un quebranto divino.
Y desde ahí, comenzó el proceso. Doloroso, sí. Lento, también. Pero real. Eliana empezó a pasar página. Empezó a ver a su madre no como la figura ideal que necesitaba de niña, sino como una mujer que hizo lo mejor que pudo… y que también tenía heridas propias.
Dios no le exigió perfección. Le pidió rendición. Le pidió humildad. Le pidió perdón. Y Eliana, por primera vez, lo entendió no con la mente… sino con el corazón.
No sabía si era castigo, consecuencia, o simplemente una tormenta más en su historia… pero en ese tiempo, su madre enfermó gravemente. Tres meses sin poder trabajar. Tres meses de incertidumbre, análisis, doctores y diagnósticos que no llegaban. Nadie sabía qué tenía. Nadie sabía cómo ayudarla. Y en casa, la preocupación se convirtió en una nube que no dejaba respirar.
Eliana observaba. Y sentía. Sentía culpa. Porque dentro de ella, había una voz que susurraba: “¿Y si esto pasó por mi rebeldía? ¿Por no saber perdonarla? ¿Por no amarla cuando Dios me lo pidió?”
La casa se sostuvo, milagrosamente, por la misericordia de Dios y por el apoyo de una amiga cercana. Pero más allá del sustento material, fue el corazón de Eliana el que empezó a quebrarse. Ver a su madre débil, vulnerable, cansada… fue como si Dios le pusiera un espejo delante. Ya no la veía como la mujer que falló… sino como la mujer que, aun con todos sus errores, estaba luchando por vivir. Por seguir. Por amar.
Eliana no sabía si fue Dios quien permitió aquello como una lección, o si simplemente fue la vida… pero en su corazón, empezó a florecer el perdón.
Y entonces entendió:
“A veces, Dios no habla con palabras… sino con sacudidas. Y no es para castigarte, sino para despertarte.”
Cuando la enfermedad tocó el cuerpo de su madre, algo también se rompió dentro de Eliana. Y fue para bien. Comprendió que tenía que perdonar, tenía que amar. No por obligación, sino porque Dios le mostró que el tiempo era frágil… y el amor era urgente.
Así lo hizo. El perdón abrió una nueva etapa. Su relación con su madre mejoró. Empezaron a compartir más, a hablar, a sanar heridas con tiempo, cariño y espacio.
Eliana terminó la academia de inglés en solo un año —prodigio y sabiduría divina, no otra cosa. Su mente brillaba, pero era Dios quien le estaba dando dirección. Parecía que todo comenzaba
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Editado: 05.06.2025