Tiempo después, se mudaron con la hermana mayor de su madre. Y con esa mudanza, algo comenzó a sanar sin que nadie lo notara. Como un suspiro divino entre las grietas del alma, Dios le devolvió a Eliana una parte olvidada de su infancia: sus primos. No eran simples familiares. Eran hermanos del alma. Refugios vivos de aquellos días en que todavía se podía correr sin miedo y reír sin reservas. Estaban juntos otra vez. Y con ellos, la ilusión. La vida parecía abrirse como una flor en primavera… pero justo cuando el alma empieza a florecer, el enemigo afila sus espinas.
Porque cuando el infierno ve restauración… desata su guerra más feroz.
Y Eliana cayó.
Tenía 15 años. Iba a la iglesia. Cantaba. Se quebrantaba. Sentía la gloria de Dios como fuego en su pecho. Pero también estaba herida. Todavía había grietas abiertas en su corazón, huecos de abandono, de confusión, de necesidad afectiva no resuelta. Y fue en ese estado de fragilidad —no de rebelión, sino de hambre— que abrió la puerta equivocada. Cayó en una relación prohibida con la pareja de una familiar. Una historia oscura. Un acto que hoy sigue pesando sobre sus hombros como piedra que no cesa de recordarle su humanidad.
No fue engañada. No fue inocente. Lo sabe. Lo carga. No se escuda tras excusas. No maquilla la verdad. No busca simpatía. Lo cuenta, sí… pero lo cuenta con el corazón en la tierra y los ojos al cielo. Como una hija que ha pecado… y que clama por el perdón de su Padre.
“Sabía que obraba mal… y aún así, me atrevía a buscar su presencia.”
Esas palabras fueron su autojuicio. Pero también, su oración más honesta.
Eliana no niega el pecado. Pero tampoco niega la gracia. Porque en medio de su ruina, se aferró a la única certeza que le quedaba: que la misericordia de Dios no se agota con los errores humanos. Y desde lo más íntimo de su quebranto, comenzó a clamar no por justificación… sino por limpieza. Por restauración. Por dignidad. Esa dignidad que el pecado quiso robarle, pero que el Cielo estaba dispuesto a devolverle con honra.
Lo más difícil no fue pedirle perdón a Dios. Fue cargar con la traición hacia su madre. No por lo que supiera… sino por lo que nunca llegaría a saber. Porque esa mujer, con todos sus defectos, había hecho lo que pudo. La había amado como sabía. La había fallado, sí… pero también había sufrido. Y Eliana, con madurez repentina, decidió no contarle todo. No por miedo, sino por misericordia. Porque entendió que a veces el silencio también puede ser un acto de amor.
“Una madre debería conocer a sus hijos,” pensaba Eliana. “Pero yo tampoco le mostré todo de mí.”
Así, eligió callar. No para cubrir el pecado, sino para proteger lo que aún podía sanar. Porque no toda verdad se dice con palabras. Algunas se redimen con actos.
No huyó de su culpa. La enfrentó. La nombró. La lloró. Porque sabía que solo así podría abrirse paso la redención. Su caída fue dura, pero también fue el punto de partida de una conversación nueva con Dios. Una donde no hubo negociaciones… solo rendición.
Y en esa rendición, encontró perdón.
Habían pasado ya cuatro años desde que llegó a ese nuevo país. Cuatro años de cambios, de duelos internos, de búsqueda desesperada de identidad. Cuatro años donde la fe, aunque golpeada, nunca se extinguió. Cuatro años que la formaron con lágrimas, pero también con esperanza.
Y entonces, cuando menos lo esperaba… Dios le envió una figura redentora.
Su madre volvió a enamorarse. Pero esta vez no fue como antes. Este hombre no trajo palabras que hieren, ni promesas rotas, ni cadenas emocionales. Este hombre —diferente a todos los que Eliana había conocido— llegó como una respuesta. No perfecta, pero sí justa. No sin pasado, pero con corazón limpio.
Y Eliana, que ya no creía en los hombres, fue sorprendida. Porque por primera vez, un hombre la miró sin deseo, sin juicio, sin doble intención. La miró con amor paternal. Con respeto. Con honra. Y aunque no llevaba su sangre… la amó como si la hubiera llevado en su corazón desde siempre.
Lo más profundo fue esto: cuando su pecado salió a la luz, él no la rechazó. No la expuso. No la hizo sentir menos. Solo estuvo allí. Presente. Callado. Sólido. Fue un refugio inesperado. Una muestra viva de que Dios no solo corrige… también restaura. Que cuando Él da, da completo. Da sano. Da con propósito.
Ese hombre, que había llegado como esposo de su madre… se convirtió en el padre que Eliana nunca tuvo. En el reflejo terrenal de un amor divino que no se va cuando pecas, sino que permanece para sanar.
Y Eliana lo entendió:
“No soy lo que hice. Soy lo que Dios está reconstruyendo en mí.”
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Editado: 05.06.2025