Cortesana Imperial

Cuatro

La nevada cubría Roma con un manto que blanqueaba las calles y enfriaba los ánimos en el palacio imperial. Las columnas del palacio se elevaban majestuosas, sin permitir que el frío perturbara las intrigas y decisiones que se tejían entre sus muros. En una de las habitaciones más aisladas y opulentas, la emperatriz viuda Hamra Husanova mantenía una conversación con el jefe de los eunucos, Mauli Savang, quien escuchaba sus palabras con una mezcla de nerviosismo y respeto.

Hamra, una mujer de rostro altivo y porte inquebrantable, se inclinó un poco hacia adelante, buscando que sus palabras resonaran como dagas en la mente de Mauli.
—Por los dioses, Mauli Savang, ¿cómo es posible que mi hijo Octavianus haya dejado de atender a sus otras concubinas? No pasa un solo día sin que alguien venga a quejarse. Mi hijo no puede seguir viendo solo a esa muchacha Bronislava —exclamó, dejando escapar un suspiro de exasperación.

Mauli tragó saliva. Las manos le temblaban ligeramente mientras intentaba responder a la mirada inquisitiva de la emperatriz. Hamra lo observaba con ojos que parecían atravesar cualquier excusa que pudiera formular. Sin esperar una respuesta, prosiguió:
—¿Sabes que la envié a examinar con Arcagato de Esparta? —preguntó, sus palabras llenas de ironía—. ¿Sabes lo que me dijo?

Mauli se quedó en silencio, incapaz de ocultar el nerviosismo que lo embargaba. Llevó una mano a su bigote piramidal y lo acarició, sin encontrar una respuesta adecuada. Consciente de la situación, tragó saliva de nuevo, sintiendo que cada palabra de Hamra le apretaba el pecho.
—No, mi señora. No sé qué le dijo —logró murmurar, bajando la cabeza.

La emperatriz viuda ladeó el rostro con una expresión de indignación controlada.
—Desvergonzado, debería mandar a los verdugos a que te estrangulen ahora mismo. ¿Cómo te atreves a mentirme en la cara? —le reprochó, dejando que sus palabras resonaran en la habitación. Al ver que Mauli agachaba más la cabeza, continuó—: Esa muchacha ni siquiera ha perdido la virginidad. ¿Cómo va a darle un hijo al emperador? ¿Es que acaso deseas que el imperio se desmorone cuando mi hijo muera sin un heredero?

Mauli tembló al escuchar la amenaza que se cernía sobre él. Intentó hablar, pero las palabras parecían haberse escapado de su boca.
—Que los dioses nos libren de semejante situación, emperatriz viuda Hamra Husanova —atinó a decir, intentando mostrarse sumiso y, al mismo tiempo, consciente de la gravedad de lo que acababa de escuchar.

El silencio se apoderó de la habitación hasta que una voz se oyó desde el otro lado de la puerta, cortando la tensión en el aire.
—¿Puedo entrar, mi señora?

La expresión de Hamra cambió de inmediato, y una sonrisa astuta apareció en su rostro. Reconocía la voz y, con una señal a Mauli, le indicó que se apartara.
—Prefecto del pretorio, Camillus Curtius —murmuró, más para sí que para los presentes.

La puerta se abrió y el prefecto, un hombre de complexión fuerte y rostro marcado por la experiencia, se adentró en la habitación. Tras él, una joven de belleza romana impecable, con el cabello trenzado y la piel tersa, avanzó con paso seguro y modales refinados. Su vestido, ajustado y de gala, resaltaba su porte juvenil y altivo. La muchacha dio un paso al frente y saludó con un leve gesto de respeto que, aunque formal, dejaba entrever una chispa maliciosa en sus ojos.

Hamra estudió a la joven con atención, intrigada por su presencia.
—¿Quién es esta hermosa señorita, Camillus? —preguntó, sin perder detalle de la figura esbelta y el aire confiado de la muchacha.

Camillus hizo una reverencia breve antes de responder, con voz firme.
—Mi hija, Milonia. La he traído desde la ciudad de Siracusa, lugar de origen de su madre y esposa mía, Sulpicia. Milonia posee la formación y gracia necesarias para formar parte del concubinato del emperador.

Hamra dejó escapar una sonrisa satisfecha, sus ojos brillando con una mezcla de astucia y aprobación.
—Bienvenida, querida Milonia —dijo, observando a la joven como un cazador que acaba de encontrar a su presa perfecta. La muchacha era una promesa de belleza y encanto, un arma que bien utilizada podría alterar las preferencias del emperador.

Milonia hizo una reverencia, sujetando el borde de su vestido de gala, y respondió con un tono dulce y calculado.
—Es un honor estar aquí, emperatriz viuda. Me encantaría formar parte del concubinato del emperador —pronunció, midiendo cada palabra para causar la mejor impresión posible.

Hamra asintió con un leve gesto, y una expresión casi maternal se dibujó en su rostro mientras miraba a la joven.
—Me honra tu presencia en el palacio y tu interés en servir al imperio, querida Milonia. No tengo duda de que Octavianus encontrará en ti cualidades especiales —afirmó, con una voz que destilaba falsa amabilidad. En su interior, la emperatriz viuda estaba convencida de que Milonia tenía todo lo necesario para competir con Bronislava y quizás, con un poco de tiempo, reemplazarla.

Mauli, que había permanecido en silencio durante el intercambio, agachó la cabeza aún más, sintiendo el peso de la situación que se desarrollaba frente a él. Sabía bien que cualquier cambio en las preferencias del emperador tendría repercusiones en todo el palacio, y aunque no lo expresaba, el temor a las decisiones de la emperatriz viuda se reflejaba en su postura.

Hamra, satisfecha con la llegada de la joven Milonia, dirigió una última mirada a Mauli antes de volverse de nuevo hacia el prefecto y su hija.
—Camillus, estoy segura de que tu hija se adaptará rápidamente al ambiente del palacio. Nuestra tradición es antigua, y las jóvenes como ella, con belleza y ambición, siempre encuentran su lugar.

Camillus asintió, agradecido por las palabras de Hamra.
—Mi señora, he criado a Milonia para servir al imperio. Estoy convencido de que ella contribuirá a que el linaje imperial prospere.



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En el texto hay: intriga, juego de rol

Editado: 04.11.2024

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