El aire fresco del otoño invadía el palacio imperial de Roma, filtrándose hasta los corredores donde se encontraba la habitación de las concubinas. Entre sus muros, Mauli, el jefe de los eunucos, sostenía un cepillo en su mano y acariciaba el cabello de Bronislava, que se sentaba en silencio, con lágrimas en sus mejillas. Los ojos de Mauli se mantenían fijos en el cabello oscuro y ondulado de la joven, mientras sus palabras intentaban consolarla.
—Te lo advertí tantas veces y no quisiste escucharme —murmuró, dejando escapar un suspiro—. Ahora deja de llorar. Encontraré una forma de que veas a Octavianus. No voy a permitir que esa zorra de la emperatriz viuda se salga con la suya. Y mucho menos que ese prefecto del pretorio, Camillus Curtius, se adueñe del imperio usando a su serpiente hija, Milonia.
Bronislava apartó la mano de Mauli, se puso de pie y se limpió las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Giró su rostro hacia él, la tristeza opacada por un destello de resentimiento.
—Si el emperador Octavianus no quiere verme, yo tampoco quiero hacerlo —dijo, intentando ocultar la amargura en su voz.
Sin decir más, Bronislava salió de la estancia y caminó por el pasillo que llevaba al balcón de su habitación. Sus pasos resonaban, arrastrando la tristeza que le pesaba en el cuerpo. Mauli la siguió, observando con preocupación el abatimiento que se reflejaba en su postura.
—Bronislava —la llamó, con el tono suave de quien teme agravar el sufrimiento de otro.
La joven se detuvo y giró levemente el rostro.
—Vete, Mauli. Quiero estar sola.
Mauli bajó la cabeza, aceptando su deseo, y regresó hacia la puerta. Bronislava continuó su camino hasta el balcón, donde el frío aire otoñal le rozó la piel, intensificando su sensación de soledad. Se apoyó en la barandilla decorada con motivos de granadas y alzó la vista, buscando el balcón del emperador. Sus ojos se detuvieron en una escena que le desgarró el pecho: allí, abrazado a Milonia, estaba Octavianus. La joven acariciaba el rostro del emperador con gestos que Bronislava conocía bien, aquellos que en otro tiempo habían sido suyos.
Las palabras que Octavianus le había susurrado tantas veces se repetían en su mente.
—¿Dónde está tu promesa? ¿Dónde se perdió tu amor por mí? —musitó, sintiendo cómo cada palabra rasgaba su orgullo herido—. A tu lado me sentía libre, como un colibrí, pero ahora soy un animal salvaje de las tierras blancas, prisionera en esta jaula llamada palacio.
Apartó la mirada y se limpió las lágrimas. Con un último suspiro, regresó a su habitación y se dejó caer sobre su cama. Observó el techo, mientras en su mente se formaba un juramento silencioso. Sabía que ya no podía permitir que el dolor la consumiera sin tomar acción.
—Juro que todos los que me han hecho daño… cada uno de ellos… aquellos que han apartado tu amor por mí, pagarán —susurró, con una decisión renovada que se apoderaba de su rostro y endurecía su expresión—. Me convertiré en emperatriz consorte y la primera que pagará será la emperatriz viuda.
La resolución le dio fuerzas. Se levantó de la cama con un aire distinto, lleno de determinación, y salió de la habitación en busca de Mauli. Al verlo en el pasillo, llamó con voz firme:
—¡Mauli, ven aquí!
Mauli, que aún permanecía cerca de la puerta, levantó la cabeza. Una sonrisa leve cruzó su rostro al ver la decisión en los ojos de Bronislava.
—¿Qué desea, señorita Bronislava?
Ella se acercó y, con una expresión severa, hizo su petición:
—Escúchame bien, Mauli. Quiero que me ayudes a descubrir los secretos de cada miembro del palacio. Empieza por investigar cómo podemos obligar a la emperatriz viuda a obedecernos.
Mauli alzó ambas cejas y, comprendiendo la importancia de la orden, asintió con una sonrisa astuta.
—Sé por dónde empezar —dijo, y su voz tenía un tono que reflejaba su disposición para apoyar a Bronislava en su nueva causa.
Mauli tenía años de experiencia en los asuntos turbios del palacio. Sabía que cada miembro de la corte guardaba secretos que prefería mantener ocultos y que, con la información correcta, podían convertirse en herramientas valiosas. La emperatriz viuda, aunque poderosa, no era inmune a las intrigas que él sabía manipular con habilidad.
Durante los días siguientes, Bronislava observó cómo Mauli iniciaba su labor en silencio, moviéndose con la discreción de un fantasma por los corredores del palacio. Se dirigía a cada rincón donde se reunían los sirvientes, escuchaba cada susurro y observaba cada gesto. Cualquier detalle, por insignificante que pareciera, podía volverse útil en su misión.
Una tarde, mientras Bronislava se encontraba en su habitación, Mauli entró con una sonrisa que delataba algún hallazgo importante.
—Mi señorita Bronislava, he encontrado algo que podría ser de su interés.
Bronislava se inclinó hacia adelante, atenta.
—Habla, Mauli. ¿Qué has descubierto?
El jefe eunuco le explicó que había rumores entre los sirvientes de una relación secreta de la emperatriz viuda con un influyente noble de Alejandría, un hombre que, según decían, le había enviado presentes valiosos y le prometía protección.
—Si este noble tuviera algún interés oculto, podríamos manipular esa información para asegurar la cooperación de la emperatriz viuda —sugirió Mauli, dejando que la idea quedara suspendida en el aire.
Bronislava escuchaba cada palabra con atención, su mente comenzando a trazar los próximos pasos.
—Sigue averiguando, Mauli. Si conseguimos pruebas, tendremos una carta para jugar contra ella —ordenó, con la voz segura de alguien que ya no dudaba de su propósito.
Mauli asintió y se retiró de la habitación. La determinación de Bronislava aumentaba a medida que los días pasaban. Ya no era una simple concubina que esperaba la atención de su amante; ahora era una mujer decidida a reclamar el lugar que consideraba suyo por derecho. Sabía que en el mundo del palacio, la astucia y la determinación eran tan importantes como la belleza o la gracia.