Las últimas ventiscas del invierno azotaban los muros del palacio en Roma, donde una tormenta de ambiciones y traiciones se cernía sobre la familia imperial. En la penumbra de su aposento, la emperatriz viuda Hamra escuchaba con atención las palabras de Camillus Curtius, el prefecto del pretorio. Él permanecía de pie ante ella, con una expresión de satisfacción oscura mientras sostenía una carta entre sus dedos, entregada por su espía en Alejandría.
—Esta carta llegó esta mañana —anunció Camillus con un tono controlado—. Mi espía confirma que Mauli estuvo en Alejandría y partió el mismo día.
La emperatriz viuda entrecerró los ojos y chasqueó la lengua con desprecio.
—¡Maldito Mauli! —exclamó, dejando escapar un suspiro entre dientes—. Estoy segura de que se ha aliado con esa joven presuntuosa, Bronislava. Pero no logrará vengarse de mí solo porque hice que tu hija Milonia se convirtiera en la favorita de Octavianus. Muy pronto, Milonia estará embarazada, y cuando eso suceda, me aseguraré de que mi hijo envíe a esa infame lejos del palacio.
Camillus observó con atención la expresión de Hamra, la ira reflejada en cada arruga de su rostro.
—Pero, si Mauli fue a encontrarse con Antefaa, es posible que ahora conozca nuestro secreto. De ser así, ¿qué será de nosotros?
Hamra empezó a caminar de un lado a otro en la habitación, moviéndose con la gracia de una serpiente que planea el ataque, con la mirada perdida en sus pensamientos.
—Envía una carta a tu espía en Alejandría y ordénale que asesine a Antefaa de inmediato. No podemos arriesgarnos a que Mauli regrese a Roma con información que comprometa nuestros planes.
Camillus llevó una mano a su rostro, donde sus largos dedos recorrieron las patillas rectas que adornaban su semblante. Después de unos segundos, negó con la cabeza.
—No es posible hacerlo de ese modo. Si Antefaa muere de manera repentina, Octavianus podría empezar a sospechar de ti. Recuerda que fuiste tú quien intervino para evitar su ejecución, proponiendo el exilio en Alejandría y su trabajo en el faro. Si cometemos el más mínimo error ahora, nuestras cabezas terminarán rodando.
La emperatriz viuda frunció el ceño, mientras sus manos se deslizaban por su cabello enredándolo en un gesto de frustración. El pulso le latía con fuerza, y su mente, atrapada en el temor a perder el control sobre Octavianus, le exigía encontrar una salida.
—¿Qué haremos, entonces? —preguntó, con la voz teñida de ansiedad.
Camillus esbozó una sonrisa fría, con una calma sombría en su mirada.
—No te preocupes. Mauli nunca llegará con vida al palacio. Ya envié una carta a uno de mis hombres en la embarcación que viene de Alejandría a Roma. Esta misma noche, lo apuñalarán. Cuando Mauli esté muerto, tú te encargarás de hacer desaparecer a Bronislava y, después, a Octavianus.
La emperatriz viuda asintió con un brillo calculador en sus ojos. Camillus continuó, con la voz cada vez más baja pero firme.
—Recuerda que, si Octavianus muere sin un heredero, yo seré el primero en reclamar el imperio. Y si eso sucede, tú dejarás de ser la emperatriz viuda para convertirte de nuevo en la emperatriz que tanto deseas seguir siendo. Incluso he preparado el camino para asegurarme de que ninguna concubina conciba, ni siquiera Milonia. Ya he ordenado que a todas se les ofrezca té de artemisa.
Los ojos de Hamra se iluminaron con una mezcla de ambición y alivio. El plan se desplegaba ante ella con la claridad de un mapa, en el que cada obstáculo tenía una solución y cada rival, una sentencia. Con pasos suaves, se acercó a Camillus, deteniéndose solo cuando estuvo frente a él. Levantó la mano y acarició su rostro, permitiéndose un momento de afecto teñido de complicidad.
—Eres un ser magnífico, un guerrero del cráter cercano a Cumas —murmuró, mientras lo miraba a los ojos con una mezcla de admiración y deseo.
Camillus aceptó su caricia sin vacilar, su expresión segura. Había planeado cada detalle para que, al final, ambos obtuvieran el poder que tanto anhelaban. El futuro del imperio estaba casi al alcance de sus manos. La emperatriz viuda, mientras tanto, veía en el prefecto no solo a un aliado, sino a un hombre con quien compartiría las sombras de un poder cimentado en sangre y engaños.