Cortesana Imperial

Nueve

El barco se deslizó por el estrecho de Mesina, con Sicilia y la península italiana flanqueando sus costados como vigilantes silenciosos. Panagiotis Panou, capitán de la nave, se mantenía en cubierta observando el trayecto hacia el norte mientras la embarcación bordeaba la costa oeste de Italia. Durante días, el olor fétido de la descomposición se había extendido en el navío. El cuerpo de Mauli, aunque en un estado lamentable, seguía intacto gracias a la determinación del capitán de que llegara a Roma, y de que sus secretos y sacrificios fueran honrados en el palacio imperial.

La embarcación arribó finalmente al puerto de Ostia, y Panagiotis, acompañado por un par de sus hombres, dispuso el cuerpo de Mauli en un carruaje cubierto, asegurándose de que los guardias reales recibieran la orden de no interferir en su destino final. Sabía que el jefe eunuco Mauli había confiado en Bronislava como en una hija, y su responsabilidad era entregar el cadáver a ella, para que Mauli encontrara el descanso que deseaba y su legado se cumpliera.

Al llegar al palacio, Panagiotis fue conducido hasta las estancias donde aguardaba Bronislava. La joven concubina, con el rostro pálido y los ojos llenos de tristeza, lo recibió en silencio, su cuerpo tenso como si una fuerza contenida le ardiera por dentro. Panagiotis inclinó la cabeza en señal de respeto antes de hablar.
—Es un honor conocerla, aunque me pesa este momento, pues Mauli era como un hermano para mí. Sé que usted se encargará de que los responsables paguen. Hay algo que debe saber: solo usted y el emperador deben ver lo que Mauli lleva escrito en su espalda —explicó con firmeza.

Bronislava asintió, y aunque las lágrimas empapaban sus ojos, su expresión permanecía decidida.
—Agradezco lo que ha hecho, capitán. A partir de este momento, Mauli estará a salvo, y su historia será conocida. Ahora, si me lo permite, debo encargarme de que todos en el palacio sepan de su muerte y de la injusticia cometida.

Panagiotis, intrigado por el propósito de Bronislava, hizo una inclinación pero no se retiró. Decidió observar el siguiente movimiento de la joven, sintiendo que Mauli no podía estar en mejores manos.

Bronislava llamó a los guardias del palacio y ordenó que llevaran el cuerpo de Mauli por cada rincón del palacio. El olor, penetrante y oscuro, llenó los pasillos, colándose en cada habitación, en cada esquina, hasta alcanzar los aposentos más recónditos. Al pasar frente a las habitaciones del emperador, el hedor hizo que él y Milonia abandonaran su estancia, perturbados y confundidos, para dirigirse al salón real y descubrir el motivo de aquella interrupción.

En el mismo instante en que la pareja se apresuraba al salón, Bronislava aprovechó la distracción. Sin pensarlo dos veces, cruzó el umbral de la habitación del emperador, un lugar al que tenía prohibido entrar desde hacía meses. Sin detenerse, buscó en los rincones hasta que, bajo la almohada de Octavianus, encontró lo que sospechaba: un cristal de cuarzo envuelto en un trozo de papel. La inscripción contenía una oración a la diosa del amor, hecha en una noche de luna llena. La caligrafía de Milonia era clara, una súplica para que el cuarzo cargara el vínculo entre ella y Octavianus, asegurando fidelidad y un compromiso eterno.

Bronislava guardó el cuarzo como evidencia y salió del aposento sin ser vista. En el salón imperial, la esperaban Octavianus, Milonia, la emperatriz viuda Hamra y el prefecto del pretorio, Camillus Curtius, todos inquietos por el hedor que se intensificaba. Al verla llegar, Octavianus la encaró con una expresión de desconcierto.

—¿Puedes explicarme qué significa todo esto? —preguntó, con los ojos fijos en ella.

Bronislava lo miró con frialdad antes de responder.
—Lo haré, emperador, pero solo si me acompañas a mi habitación. Necesito mostrarte algo, y espero que tengas el valor para soportar el hedor que algunos aquí han causado.

Octavianus miró a los presentes, quienes trataban de disuadirlo de seguir a Bronislava. Hamra y Camillus intercambiaron miradas tensas, y Milonia, pálida, se aferró al brazo del emperador con un gesto de súplica. Bronislava arqueó una ceja y dejó caer sus palabras como un dardo.
—Veo que los buitres no se conforman con la carne del jefe eunuco Mauli. Ahora también buscan devorar la tuya, Octavianus, en cuanto te dejen indefenso.

Sin esperar respuesta, Bronislava giró y comenzó a caminar. Octavianus, sacudiéndose de las manos de Milonia, la siguió en silencio, intrigado y molesto a partes iguales. Los guardias llevaron el cuerpo de Mauli a la habitación de Bronislava, y Panagiotis los siguió, aguardando el desenlace con el corazón en un puño.

Una vez en su estancia, Bronislava cerró la puerta, dejando a solas a Octavianus frente al cadáver de su amigo. El emperador frunció el ceño, tratando de comprender la situación, y en ese momento, Bronislava le mostró el cristal de cuarzo, sosteniéndolo ante él como un trofeo maldito.

—Esto, mi emperador, se hallaba bajo tu almohada —declaró, sin dejar de mirarlo—. Milonia lo colocó allí, envuelto en una oración a la diosa del amor. Las palabras que le dedicó a ese cristal no fueron para ti, sino para someterte, para asegurar su propio poder. Este cuarzo, cargado de intenciones, ha controlado tu voluntad, separándote de quienes realmente te desean bien.

Octavianus tomó el cuarzo, observándolo con incredulidad. Recordó las noches en que se había sentido atrapado en una neblina, dominado por una sensación que le impedía ver más allá de Milonia. El asombro se mezcló con la furia mientras comprendía el alcance de aquella manipulación.

Bronislava se acercó al cuerpo de Mauli y giró levemente su torso, dejando al descubierto la inscripción que Panagiotis había grabado en su espalda.
—Lee —dijo Bronislava con voz firme—. Aquí están las últimas palabras de quien fue tu consejero y protector. Aquí está la verdad de su muerte, y los nombres de quienes orquestaron esta traición.



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En el texto hay: intriga, juego de rol

Editado: 04.11.2024

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