El calor del verano envolvía los muros del palacio en Roma. En una de las habitaciones destinadas a las favoritas del emperador, Bronislava se dejaba peinar por uno de los eunucos, Seti, que con precisión y esmero transformaba cada mechón de su cabello negro en tirabuzones. Las ondulaciones en el cabello de la joven destacaban con cada movimiento de los dedos del eunuco, quien se inclinó hacia ella para admirar su obra.
—¿Qué te parece, querida Bronislava? —preguntó con una sonrisa traviesa, sin dejar de observar los rizos que caían sobre los hombros de la concubina—. Esta noche harás que la cama del emperador se sacuda con fuerza. No imaginas cuánto disfrutaré ver la cara de Milonia cuando te vea desfilar por el pasillo dorado. Si los dioses nos bendicen, pronto quedarás embarazada, y todo el palacio recordará quién eres.
El comentario sobre el embarazo arrancó una sonrisa a Bronislava, pero el rostro de Seti cambió al recordar a Mauli. Bajando un poco la voz, continuó:
—Es una lástima lo que sucedió con el jefe eunuco Mauli, el emperador no logró leer el nombre de quienes causaron su muerte. Hubiera dado lo que fuera por ver rodar las cabezas de la emperatriz viuda Hamra y del prefecto del pretorio, Camillus Curtius.
Bronislava iba a responder cuando la puerta de su aposento se abrió sin anuncio alguno. La emperatriz viuda Hamra y el prefecto del pretorio, Camillus Curtius, se adentraron en la habitación sin pedir permiso, observando con desdén a la concubina y a Seti. Hamra, con su expresión altiva, dirigió una mirada gélida a Seti.
—Querido Seti, cuidado con lo que deseas —dijo, en un tono que insinuaba amenaza—. No quisiera que tus sueños se conviertan en pesadillas, llevándote a compartir el mismo destino que el cuerpo del difunto Mauli. Si fuera tú, me mantendría lo más lejos posible de esta jovencita, pues muy pronto haré que mi hijo la envíe lejos del palacio.
Bronislava se levantó con calma, alisándose el vestido que Octavianus había ordenado confeccionar para ella. Sus ojos se cruzaron con los de la emperatriz viuda, y sin bajar la vista, respondió con la voz firme.
—¿Podría saber qué hacen en mi habitación?
Camillus se adelantó, furioso por la actitud de Bronislava.
—Muestra respeto hacia la madre del emperador, o haré que te corten la lengua por osar hablarle así.
Bronislava, sin perder la calma, chasqueó los dedos, y Panagiotis entró en la habitación junto con cinco guardias que rodearon a Bronislava para protegerla. Sin apartar la vista de Camillus, ella pronunció sus palabras con un tono que exudaba determinación.
—¿Ah, sí? Mire cómo tiemblo ante las amenazas de un buitre como usted, prefecto del pretorio. Permítame advertirle algo. Ya he hecho que el emperador aborrezca a su hija Milonia, no porque sienta rencor por ella, sino por el error que cometió al usar brujería para manipularlo y hacerle creer que me despreciaba. Debe saber que, así como me deshice de ella, también lo haré de usted y de esta bruja que se hace llamar emperatriz viuda. Salgan de mi habitación, o mis guardias se encargarán de expulsarlos.
El rostro de Hamra se tornó pálido, y Camillus apretó los dientes mientras retrocedía, obligado a ceder terreno frente a Bronislava y sus guardias. Panagiotis observaba la escena con satisfacción, y aunque en su semblante no había un gesto visible, su mirada reflejaba el orgullo y la aprobación que sentía por la firmeza de Bronislava. Después de ver a los intrusos retirarse, Panagiotis sonrió para sí, convencido de que Mauli tenía razón al poner su fe en ella.
Cuando quedó sola, Bronislava se dirigió a Panagiotis.
—¿Me acompañas al pasillo dorado?
Él asintió y caminó a su lado, con los guardias flanqueándolos en una marcha silenciosa. Panagiotis, con respeto y dignidad, la escoltó hasta la entrada de la habitación del emperador, donde la joven se detuvo un momento, respirando profundamente antes de cruzar el umbral.
Dentro, Octavianus esperaba en la cama, con una sonrisa que mostraba una mezcla de anhelo y aprecio. La miraba como quien observa un tesoro perdido, un aire de impaciencia en su postura, sin perder de vista la figura de Bronislava. Ella se acercó a él sin apartar la mirada, y cuando llegó junto a la cama, una calidez intensa se apoderó de ambos, como si el tiempo y las traiciones no hubieran dejado marca en su amor.
Bronislava se inclinó hacia Octavianus, y los labios de ambos se unieron en un beso que parecía borrar las sombras que habían cubierto sus vidas. En un impulso, ambos se abrazaron, dejando que el amor y la necesidad de uno por el otro se expresaran. Pronto, las manos de Octavianus desataron el lazo que sostenía el vestido de Bronislava, y la tela cayó, dejando que el cuerpo de ella se fundiera con el suyo. En la penumbra de la habitación, la noche los envolvía en un abrazo profundo, como si fueran los únicos en el vasto palacio.
Esa noche, Bronislava recuperó no solo el amor del emperador, sino también la confianza que había sido arrebatada por aquellos que, con envidias y manipulaciones, buscaron separarlos. En su corazón, la promesa de justicia permanecía intacta, y su espíritu se fortalecía con cada instante junto a Octavianus, su emperador, su amor y su aliado en la venganza que aún estaba por venir.