En el primer día del noveno mes, la calidez del verano se mezclaba con una brisa suave que alcanzaba las ventanas del palacio en Roma. Dentro de su habitación, Bronislava estaba sentada mientras el eunuco Seti le lavaba los pies con agua de rosas, cuidando cada movimiento de sus manos al recorrer la piel de la concubina preferida del emperador. Al mirarla, Seti no pudo contener su preocupación y frunció el ceño.
—¿Cómo es posible que aún no haya quedado embarazada, querida Bronislava? —preguntó con un tono que reflejaba su ansiedad—. Cada noche el emperador la llama, y el palacio entero murmura sobre la espera de un heredero.
Bronislava se levantó, y su respiración se volvió irregular mientras Seti la ayudaba a vestirse con una falda de plumas coloridas que resaltaba la gracia de su figura.
—No lo sé, Seti —respondió, la inquietud reflejada en sus ojos—. Pero necesito saber por qué.
Seti, concentrado en ajustar la blusa de terciopelo que realzaba los hombros de Bronislava, asintió con seriedad. Luego, con pasos cuidadosos, fue hasta el gavetero y tomó un frasco con esencia aromática, de aroma profundo y picante, y aplicó unas gotas en el cuello de Bronislava.
—No se preocupe, mi querida Bronislava —dijo mientras le acariciaba el cabello—. Déjeme esa tarea. Ahora dígame, ¿le gusta el regalo que Panagiotis le envió desde Alejandría?
Bronislava aspiró el aroma y sonrió.
—Sí, Panagiotis tiene un excelente gusto. Es una esencia única, y espero que Octavianus opine lo mismo esta noche. ¿Sabes si Panagiotis ya regresa? Espero que también traiga a Antefaa. Con ambos de mi lado, podré defender el trono de Octavianus de los que intentan destruirlo. El tiempo se agota y temo que alguien intente algo irreversible.
Seti, mientras aplicaba los últimos toques de maquillaje en el rostro de la joven, hizo una pausa.
—Los dioses nos amparen —susurró, y después de trazar con delicadeza los contornos de sus ojos, añadió—. Con Panagiotis y Antefaa junto a nosotros, tendremos más fuerza contra la emperatriz viuda y el prefecto del pretorio. Como sabe, después de la muerte del jefe eunuco Mauli, yo mismo he jurado servirle a usted y proteger al emperador.
Después de colocarle un collar y unos pendientes en forma de cascada, Seti dio un paso atrás y cruzó los dedos, admirando su obra.
—Está lista, mi señora. Vaya al lado del emperador y muéstrele quién merece realmente su atención.
Bronislava salió de la habitación y comenzó a cruzar el pasillo dorado. A su paso, las otras concubinas la miraban con envidia, pues sabían que todas deseaban cumplir con el mismo objetivo: darle un hijo al emperador. Sin embargo, hasta el momento, ninguna había tenido éxito debido a los esfuerzos secretos de la emperatriz viuda Hamra y del prefecto del pretorio, Camillus Curtius, quienes, mediante hierbas abortivas, aseguraban que el linaje imperial no prosperara.
Seti observó a Bronislava desaparecer en el pasillo y luego se dirigió a los corredores con una meta fija. Sabía que debía encontrar la razón detrás de los fracasos de las concubinas. En sus recorridos por el palacio, Seti había notado algo: una sirvienta visitaba con frecuencia las estancias de la emperatriz viuda antes de llevar bandejas de té a las concubinas. Al seguirla discretamente, Seti comprendió que el té de las mujeres del emperador podría contener el secreto de su infertilidad.
Horas más tarde, cuando el palacio parecía tranquilo, Seti se dirigió a las cocinas con la intención de revisar los ingredientes usados en las bebidas de las concubinas. Allí, entre los frascos con hierbas, uno le llamó la atención: contenía hojas secas de artemisa, conocidas por su capacidad de interrumpir embarazos. La realidad de la situación se volvió clara en su mente. Respiró hondo para calmar la ira que comenzaba a brotar en su pecho, y salió de la cocina con la certeza de que debía informar a Bronislava sobre su hallazgo.
Mientras Seti avanzaba hacia los aposentos de las favoritas, se detuvo en uno de los pasillos oscuros que conectaban las estancias privadas. Antes de poder continuar, una mano lo atrapó y cubrió su boca, mientras una daga afilada rozaba su cuello. Seti reconoció la figura que lo amenazaba en el instante en que escuchó la voz en un susurro helado.
—No permitiré que cuentes nada a Bronislava —dijo Milonia, con el rostro lleno de furia contenida—. Seré yo quien revele este secreto al emperador, y con ello recuperaré mi lugar a su lado. No he bebido el té desde que lo descubrí, y pronto le daré el hijo que tanto desea. Así, me vengaré de todos, de mi padre, de la emperatriz viuda y, sobre todo, de Bronislava.
Seti la miró con una mezcla de sorpresa e incredulidad, intentando liberar la mano que le cubría la boca. Sabía que la situación era grave, pero, a pesar de su miedo, su mente no dejaba de calcular una salida. Apretó los labios y observó a Milonia, cuya mirada ardía de resentimiento y ambición desmedida.