Cortesana Imperial

Doce

La tensión en el aire era tan densa como el silencio que cubría el pasillo oscuro del palacio. Seti, todavía con la daga en el cuello, sostenida por la mano de Milonia, luchaba por mantener la calma. El filo helado del arma se clavaba en su piel, y la mirada de Milonia ardía con una mezcla de furia y desesperación.

—¿Crees que vas a salirte con la tuya? —murmuró Seti, mirando a Milonia sin rastro de miedo—. Puedes matarme aquí, contarle al emperador sobre la conspiración de tu padre y la emperatriz viuda, incluso podrías darle un hijo, pero nunca serás su favorita. Bronislava será siempre la única en su corazón, porque el amor que ellos sienten es verdadero.

Las palabras de Seti lograron el efecto que esperaba. Milonia, en un arrebato de rabia, presionó la daga con más fuerza.
—¡Cállate, maldito! ¡Cállate! —gritó, su voz temblando mientras la ira transformaba sus facciones.

Aprovechando el momento de distracción, Seti apartó el brazo de Milonia con un movimiento rápido y se lanzó a correr. Sentía que su vida pendía de un hilo, y cada paso que daba lo acercaba a un lugar seguro. Giró en un recodo del pasillo, tratando de llegar al pasillo dorado, donde las otras concubinas solían reunirse. Si lograba llegar allí, estaría a salvo.

Sin embargo, antes de alcanzar su destino, un golpe seco lo alcanzó en la cabeza. El impacto resonó en su cráneo como el estruendo de un trueno, y una oscuridad impenetrable cubrió su visión. Seti intentó enfocar la vista, y lo último que alcanzó a ver antes de caer fue el rostro del prefecto del pretorio, Camillus Curtius, quien sostenía en su mano un objeto metálico, aún manchado de sangre.

Horas después, Seti recuperó la conciencia en una habitación oscura y húmeda. Estaba atrapado, con grilletes en los pies y manos, sus muñecas colgando del techo y su espalda contra la pared. Sentía los brazos entumecidos y el cuerpo pesado, con un dolor punzante que recorría su cabeza. Al girar el rostro, una escena espantosa lo recibió: Milonia colgaba junto a él, con una daga clavada en el abdomen y los ojos abiertos en una expresión congelada de terror y sorpresa.

Seti apenas pudo apartar la vista de la macabra escena cuando escuchó pasos acercándose. El chirrido de la puerta al abrirse lo hizo contener la respiración. Un instante después, el prefecto del pretorio, Camillus, se plantó frente a él con una expresión fría.

—Escucha, Seti —dijo Camillus con una voz cargada de desprecio—. ¿Qué pensabas contarle al emperador?

Seti apretó los labios, su mirada llena de desafío.
—Nada —respondió, escupiendo las palabras.

El prefecto no ocultó su molestia y le lanzó un puñetazo directo al abdomen. El dolor le sacudió el cuerpo, pero Seti mantuvo la boca cerrada, sin emitir ningún sonido de queja.

—¿Nada? —repitió Camillus con una risa seca—. ¿Acaso me tomas por un idiota? Por tu culpa, he tenido que tomar la vida de mi propia hija. ¿Crees que me importaría hacer lo mismo contigo?

Seti miró a Camillus con desprecio y, sin pensarlo, escupió sangre en el rostro del prefecto.
—¡Púdrete! —espetó con voz ronca.

El prefecto limpió su mejilla con lentitud, sin apartar la vista de Seti. Luego, sacó un frasco pequeño y transparente y lo mostró, sosteniéndolo a la altura de los ojos de su prisionero. Dentro, diminutos insectos se movían inquietos.
—¿Ves a estos pequeños amigos? —preguntó Camillus, con una sonrisa helada—. Se alimentan de la sangre humana, y créeme, harán su trabajo de manera lenta. Cada noche te irán devorando, y tu vida se apagará poco a poco. Ahora, voy a hacerte una última pregunta: dime la verdad, y te daré una muerte rápida y sin dolor.

Seti, a pesar del temor que comenzaba a invadirlo, mantuvo la firmeza en su mirada.
—Solo Dios sabe que no te diré nada. Larga vida al emperador y a su concubina preferida.

Camillus observó la resolución en los ojos de Seti y, con un gesto de desprecio, desenroscó el frasco, permitiendo que los insectos se esparcieran por el cuerpo de su prisionero. Seti sintió cómo los diminutos seres se deslizaban por su piel y comenzaban a morderlo, pero su mente estaba firme, enfocada en su lealtad a Bronislava y en la promesa de protegerla hasta el último aliento. El chirrido de la puerta marcó la salida de Camillus, dejando a Seti en la penumbra, donde el eco de sus pensamientos era su única compañía.

Mientras tanto, en los aposentos del emperador, Bronislava acariciaba el pecho de Octavianus, quien descansaba a su lado, con una expresión de paz en el rostro.
—Octavianus, mi amor —susurró, enredando sus dedos en el cabello del emperador.



#2032 en Fantasía
#2690 en Otros
#407 en Novela histórica

En el texto hay: intriga, juego de rol

Editado: 04.11.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.