He tenido dos chatitos en mi vida (perros de raza boxer), es más, me atrevo a asegurar que era el mismo, en diferente tiempo.
Debo decir que, sin demeritar ninguna otra raza o mestizo, son el epítome de la dulzura, la ternura y la expresividad en el reino animal.
Son bebés eternos que te miran y te reinician el alma con la pureza de su mirada. Su trompita negra y sus ojitos de canicas, me parecen la cosa más preciosa y besuqueable del universo.
No importa lo que les hagas jugando, si les muerdes las orejas, les jalas la trompa, te subes encima, les pones una inyección, les das medicina o los bañas, nunca serán agresivos ni dirán nada. Solo te mirarán y así te dirán todo lo que están pensando.
Estoy segura de que el Dancerino (?-2023) me la rayó varias veces.
De mi primer chatito recuerdo poco, solo que llegó de un mes y nos lo dió una tía, hermana de mi papá.
Le cortaron las orejas y la colita porque era lo que se usaba en ese tiempo y se llamaba, sí, adivinaron, Chato.
Fue un perrito muy paseado y viajado. Fue a San Felipe, lo llevaban a correr a un rancho cruzando la carretera y fue hasta a La Rumorosa.
Convivió con varios gatos, pero la Wiwi, pequeño demonio blanco con ojos de diferente color, le hizo ver su suerte. Eran inseparables y se daban lata uno al otro. Una vez casi lo ahoga (era macho pero tenía pelo largo y no me dí cuenta hasta que creció, ja,ja,ja), metiendo su cabecita en su bocota. Estaba jugando, pero igual, se lo saqué todo babeado. En ese momento estaba chiquito.
Murió anciano después de recorrer cuatro casas diferentes. Mi Wiwi se le adelantó varios años antes. No supimos que pasó con él, me dijeron que un perro lo había matado porque se escapaba por las noches y me tocaba la ventana para que lo dejara entrar. Pero un día no regresó. Yo no ví su cuerpecito, no pude. Pero supongo que si era, porque como dije, no volvió y lloré mucho.
Después siguió la Joaquinita, una Weimaraner bien psicópata de la que hablaré despues con más detalle.
Cuando mi Joakiko se fue con Diosito, yo no tenía planeado tener otro animalito. Aunque hacía falta porque mi barrio era conflictivo, digamos.
Entonces yo trabajaba en el negocio familiar y a un lado había un lote que antes era de carros, luego chatarra y luego nada.
Ahí conocí a mi Dancerinito. Era el presunto guardian del mentado lote y estaba amarrado, aunque siempre estaba enredado, y tiraba su bote de agua.
Y ahí estaba solito, casi sin comer, más que una carne de dudosa procedencia que en verano se descomponía rápido y a veces ni la alcanzaba.
Corazón de poio como soy y viendo que el amiguito nomás no la armaba de vigilante, le di comida y agua cuando veía que le hacía falta. Y nos hicimos amigos, porque bravo nunca fue.
Un día llegamos a un acuerdo acerca de que necesitábamos, sí o sí, un perrete. Yo informé a mis superiores sobre dicho chatino y su estado de semi abandono. Entonces lo planeamos y un conocido ejecutó dicho plan de secuestro-rescate, para llevarlo a mi casa.
Cómo a las semanas volvieron y preguntaron por el perro y se hicieron mensos fingiendo demencia. «Se lo han de haber robado en la noche», creo que dijo mi jefe.
Cuando les digo que son la inocencia, lo son. El susodicho se fue con un desconocido, con rumbo igual de incierto, pero el fulanito cuadrúpedo iba corriendo feliz, según me contó el que lo llevó.
Quiero pensar que sabía a dónde iba. Tal vez olió mis pasos, pues era mi camino diario a casa.
También quiero creer que le dimos una buena vida, sin lujos, pero con mucho amor y consideración. Qué con nosotros tuvo una vida digna y feliz, mejor que la que hubiera tenido en otra parte, con otra gente. Buena comida, médico disponible, cobijita en invierno y cuando se podía, refri en verano o un baño refrescante.
Mi Dancerinito se fue en Agosto del 2023, no sin sufrir, estaba malito y el veterinario no llegó a tiempo. Lo vimos agonizar y lo lloramos mucho mi mamá y yo, hasta el punto que ella ya no quiere otro por no sufrir más. Porque dolió, duele y seguirá doliendo. Porque lo extrañamos; porque a veces aún escucho sus patitas sobre el piso como cuando venía a recibirme y no me dejaba entrar hasta que le daba un abrazo.
Era el bebé de la casa, el consentido, al que le compramos su pancito algunas tardes, corriendo para alcanzar el carro.
Que me disculpen mis familiares muertos, pero cuando me toque irme, a ellos, a mis bebés de cuatro patas, es a los primeros que quiero ver de nuevo. A mis chatitos del alma, a mis angelitos con baba escurriendo a cada lado de su trompita negruzca.