Hay amores que nacen en el momento equivocado. Amores que se sostienen en el filo de lo imposible, que crecen entre silencios y miradas cargadas de significado. Esta es la historia del mío.
Gabriel apareció en mi vida cuando yo tenía veinticinco y una lista de sueños que creía inquebrantables. Lo conocí en un aeropuerto, un lugar de despedidas y comienzos, un sitio donde las vidas se cruzan por segundos y luego desaparecen en el horizonte. Yo esperaba un vuelo que nunca llegaba, y él esperaba algo que no sabía si algún día vendría.
Nos sentamos en la misma sala de espera, a tres asientos de distancia. No me di cuenta de su existencia hasta que su voz rompió el murmullo indiferente de la multitud.
-También te cancelaron el vuelo?
Levanté la mirada y ahí estaba él: Gabriel. Camisa desabrochada en el cuello, una mochila desgastada a su lado y una sonrisa que parecía conocer todos mis secretos sin haberme visto nunca antes.
-Retrasado, por ahora -respondí, sin saber que en ese momento, mi vida había cambiado.
El destino, o simple capricho de la aerolínea, nos obligó a compartir más tiempo del planeado. Y en ese tiempo, hablamos. No de cosas superficiales, sino de lo que realmente importa. Hablamos de los miedos que nos persiguen, de los recuerdos que nos duelen, de los sueños que nos negamos a perder.
Me dijo que estaba viajando sin rumbo fijo, que llevaba meses yendo del país a otro, como si estuviera buscando algo o no lograba encontrar.
-A veces creo que estoy huyendo -confesó.
-¿De que?
-Delo que podría haber sido. De lo que todavía no soy.
No lo entendí del todo en ese momento. Pero después lo entendí demasiado bien.
Nuestro vuelo finalmente partió, pero el destino ya había hecho su trabajo. Intercambiamos números sin promesas, sin expectativas. Solo la certeza de que queríamos seguir en la órbita del otro, aunque fuera por un tiempo.
Y así hicimos.
Durante meses nos convertimos en un punto de referencia en la vida del otro. Mensajes a medianoche, llamadas que duraban hasta el amanecer, encuentros fugaces en diferentes ciudades. Nos amábamos en los espacios intermedios, en las escalas entre un destino y el otro. Éramos dos trenes que cruzaban en la misma estación, pero que nunca iban en la misma dirección.
Nos veíamos cada vez que nuestros caminos coincidían, cada vez la vida nos daba una tregua. Y cuando estábamos juntos todo tenía sentido. Gabriel tenía una forma de mirarme que hacía que el mundo se sintiera menos pesado, que el pasado doliera un poco menos. Yo le contaba sobre mis inseguridades, sobre mis fracasos y él me escuchaba como si cada palabra incógnita importara.
Pero siempre había una fecha de expiración. Siempre sabíamos que al final de cada encuentro, uno de los dos tendría que tomar otro avión, otro tren, otra ruta. Y cada despedida se sentía un poco más difícil que la anterior.
El amor es cruel cuando llega en el momento equivocado. Cuando las circunstancias no están de tu lado, cuando la vida te pone a alguien en el camino solo para demostrarte que no siempre puedes quedarte con lo que quieres.
Un día, en una pequeña cafetería de Praga, supe que nuestro tiempo se estaba acabando.
-Me voy a quedar en Berlín por un tiempo
-dijo Gabriel, removiendo su café sin mirarme-. Tal vez un año. Tal vez más.
Mi corazón se encogió, no porque no lo esperaba, sino porque lo esperaba demasiado.
-¿Entonces esto es todo? -Pregunté sabiendo que la respuesta no me gustaría.
Él suspiró y dejó la cuchara sobre el plato. Su mirada tenía ese brillo de tristeza que conocía demasiado bien.
-No quiero que lo sea, pero… No sé cómo hacer que funcione.
Podría haberle dicho que me quedaría con él. Que dejaría todo para seguirlo. Pero no lo hice. Porque en el fondo, siempre supe que Gabriel no era alguien que se quedara en un solo lugar. Y yo tampoco era alguien que pudiera seguir huyendo para siempre.
Así que asentí. Sonreí con la tristeza de quien sabe que está perdiendo algo que nunca podrá recuperar.
Esa noche, nos amamos como si fuera la última vez. Porque lo era.
Pasaron los meses y nuestros mensajes se hicieron menos frecuentes. Las llamadas se llenaron de silencios incómodos, hasta que un día, simplemente dejamos de intentarlo. No porque el amor se hubiese acabado, sino porque sabíamos que no era suficiente.
A veces, en las noches de insomnio, reviso nuestras fotos. Recuerdo nuestras conversaciones. Y me pregunto qué habría pasado si nos hubiéramos conocido en otro momento, en otra vida donde los vuelos no se retrasen y el amor no tiene que despedirse en cada estación.
Pero la vida no funciona así.
Al final, Gabriel se convirtió en solo un recuerdo hermoso, en una historia que solo existió en los espacios entre un aeropuerto y otro. En el amor que pudo haber sido, pero que nunca fue.
Y quizás eso lo hace aún más inolvidable.