Hay personas que llegan a nuestras vidas como
un incendio devastador, hermoso, imposible de ignorar. Alan fue mi incendio.
Lo conocí el primer día de High School, cuando el mundo aún me parecía demasiado grande y yo demasiado pequeña para estar en él. Tenía catorce años y la sensación de que todo mi alrededor era nuevo, y brillante. Pero luego lo vi a él, apoyado contra su casillero con la seguridad de alguien que ya lo tenía todo resuelto. Alan tenía dieciséis y la mirada de quien cree que lo ha visto todo. Y tal vez en cierto modo, lo había hecho.
-Eres nueva -dijo sin siquiera una pizca de duda.Como si eso fuera algo que cualquiera podría notar con solo mirarme.
-Y tu eres un genio o qué? -respondí, porque nunca me había gustado que me trataran como si no pudiera defenderme.
Me miró con una media sonrisa, divertido.
-No. Solo soy alguien que lo ve todo.
Y entonces lo supe. Desde ese momento, sin siquiera habernos dicho nuestros nombres. Alan y yo ya estábamos destinados a algo. A algo grande. Algo que, inevitablemente, dolería.
Alan y yo no éramos la típica historia de amor. No éramos dulces, ni tranquilos, ni cuidadosos el uno con el otro. Éramos torbellinos que chocaban una y otra vez, incapaces de controlarse. Nos buscábamos con urgencia, como si necesitáramos del otro para respirar. No importaba si estábamos rodeados de gente o solos en la azotea de la escuela, siempre había una tensión eléctrica entre nosotros, algo que nos hacía imposible mantenernos alejados.
Pero también éramos explosivos.
Discutimos por cualquier cosa. Porque él era arrogante y yo terca. Porque él creía que siempre tenía la razón y yo me negaba a dársela. Porque ninguno de los dos sabía ceder. Pero, sobre todo, porque nos queríamos de una manera que no entendíamos.
Alan tenía una manera de mirarme que me hacía sentir invencible y al mismo tiempo vulnerable. Decía mi nombre con una familiaridad que me hacía pensar que nunca podría dejar de hacerlo. Me hablaba del futuro con la confianza de alguien que nunca había temido perder nada.
Yo lo admiraba y lo odiaba al mismo tiempo.
-Eres demasiado orgulloso -le decía.
-Y tú, demasiado intensa.
Nos reíamos, nos gritamos, nos buscábamos. Era un amor caótico, pero era nuestro.
Hasta que dejó de serlo.
La tarde en la que Alan me dejó, el mundo no se detuvo. No hubo un temblor, ni un rayo partiendo el cielo en dos, ni una música triste de fondo. Solo estábamos él y yo, parados en un pasillo vacío, con el eco de nuestras palabras rebotando en las paredes.
-Esto no está funcionando -dijo con esa frialdad suya que hacía que todo sonara más simple de lo que era.
-Yo fruncí el ceño, como si no lo hubiera escuchado bien.
-¿Qué dijiste?
Alan suspiró y metió las manos en los bolsillos de su chaqueta.
-Voy a terminar contigo antes de hacer algo que nos haga odiarnos.
Mi cuerpo entero se tensó. Supe exactamente a lo que se refería. Alan nunca había sido de los que se conforma con una sola cosa por mucho tiempo. Y ahora yo era la cosa de la que de la que se estaba cansando.
Me reí amargamente.
-Que noble de tu parte.
Él me miró con la misma indiferencia de siempre. Como si todo esto fuera una decisión lógica y racional, como si nada de lo que habíamos sido le doliera en lo más mínimo.
-No quiero engañarte Alice.
Y ahí estaba. Su brutal confesión, dicha con la misma facilidad con la que se dice “Hace frío hoy”. Como si no supiera que con esas palabras me estaba partiendo en dos.
No lloré. No grité. Sólo lo miré, sintiendo como algo dentro de mi se torcía, como el amor que había sentido por él se convertía en algo amargo.
Odio.
No porque me dejara. Sino porque, en su arrogancia, Alan había decidido que él tenía el control sobre cómo terminaba lo nuestro. Porque incluso al final, él tenía que ser el que tomaba la última decisión.
Porque me dejó antes de que yo pudiera dejarlo a él.
Y eso jamás se lo perdonaré.
Los meses pasaron y la herida no sanó rápido. No importaba cuánto intentara ignorarlo, Alan estaba en todas partes. En los pasillos de la escuela, en la mesa que solíamos compartir en la cafetería, en las canciones que escuchábamos juntos.
Y peor aún, él siguió adelante como si nada.
Lo vi con otras chicas. Lo vi riendo con la misma despreocupación de siempre, como si mi ausencia no significara absolutamente nada. Y eso fue lo que más me dolió.
Porque para mí, él no había sido todo.
Y para él, yo solo fui un error que prefirió corregir antes de que se volviera un problema.
Aprendí que el amor no siempre es suficiente. Que hay personas que por mucho que nos hagan sentir vivos, no son para nosotros. Que algunas conexiones, por más intensas que sean, están destinadas a destruirse a sí mismas.
Alan me enseñó muchas cosas, pero lo más importante fue que algunas personas no te rompen el corazón porque dejan de quererte. Lo hacen porque nunca aprendieron a amar sin destruir.
Y yo, al final, fui solo otra cosa que Alan dejó atrás.