Cosas que pasan, pasan que cosas

Último Adiós

La vida nunca nos prepara para decirles adiós a las personas que amamos. Sabemos que algún día llegará, pero nunca, jamás, estamos realmente listos. Yo tampoco lo estaba.

Samuel siempre ha sido parte de mi vida. Desde que éramos niños, éramos inseparables. Éramos ese tipo de amigos que la gente daba por sentado, como si nuestra amistad estuviera escrita en el cielo, algo inevitable y eterno. Pero lo que nadie sabía -lo que él nunca supo- era que yo lo amaba. Lo había amado desde siempre.

El problema era que él nunca me miró de esa manera. Para Samuel, yo era su mejor amiga, la persona a la que llamaba a las tres de la mañana cuando algo lo atormentaba. Y durante años, yo acepté ese papel, porque era todo lo que podía tener de él.

Y ahora… ahora estaba perdiéndolo.

Todo empezó unos meses atrás, cuando Samuel comenzó a sentirse mal. Nada grave al principio, cansancio, dolores de cabeza, mareos. Él insistía en que solo era estrés. Pero yo sabía que no. Yo lo conocía mejor que nadie.

-Deberías ir al médico -le dije una noche, mientras veíamos una película en mi sala, como tantas otras veces. Él estaba recostado, con la cabeza en mi regazo, y yo jugaba distraídamente con su cabello.

-Estás exagerando, Cami -respondió, con esa sonrisa perezosa que siempre lograba desarmarme-. Solo necesito descansar.

Pero no mejoró.

Unas semanas después, recibió el diagnóstico. Cáncer. Avanzado. Incurable.

Recuerdo el momento exacto en que me lo dijo. Estábamos en su habitación, la misma en la que habíamos pasado incontables tardes de nuestra infancia, jugando, riendo, soñando. Pero ese día, la habitación se sentía diferente. Más fría. Más pequeña.

-Voy a morir, Camila -dijo, sin rodeos, como si fuera algo simple, como si estuviera diciéndome que iba a llover mañana.

Me quedé mirándolo, incapaz de procesar sus palabras.

-No digas eso -susurré, aunque sabía que no estaba exagerando. Sabía que era verdad.

-Es la realidad. No tiene sentido negarlo.

Quise decir algo, pero no pude. Porque… ¿Qué se dice cuando la persona que más amas en el mundo te dice que se está muriendo?

Lo único que pude hacer fue abrazarlo. Lloré en silencio, con la cabeza enterrada en su cuello, mientras él me acariciaba el cabello, como si fuera él quien tuviera que consolarme.

A partir de ese día, todo cambió.

Dejé todo por estar con él. Mis estudios, mis planes, mi vida… nada de eso importaba. Lo único que importaba era Samuel. Él no quería que lo tratara diferente, pero ¿cómo no hacerlo?

Lo acompañaba a sus citas médicas, a sus tratamientos, que cada vez eran menos efectivos. Veía cómo la enfermedad se lo llevaba poco a poco, primero fue el brillo de sus ojos, luego su fuerza, después su esperanza.

Pero nunca su sentido del humor.

-Cuando me muera, quiero que me pongas una foto sexy en mi ataúd -bromeaba, haciendo que me enojara y me riera al mismo tiempo.

-No digas esas cosas -le respondí, dándole un golpe suave en el brazo.

-Es la verdad, Cami. Mejor ríete ahora, porque después voy a ser un fantasma sexy.

A veces me preguntaba cómo podía hacer chistes sobre su propia muerte. Pero entendí que era su manera de protegerme. De hacer que el dolor fuera más llevadero.

Lo odiaba por eso. Lo amaba por eso.

Los últimos días fueron los peores.

Samuel ya no podía levantarse de la cama. Había perdido tanto peso que parecía otra persona, pero sus ojos… sus ojos seguían siendo los mismos.

Una noche, mientras leía un libro en su habitación, me tomó de la mano, con una suavidad que casi me rompió.

-Cami… ¿Puedo pedirte algo?

-Lo que quieras -respondí, sin dudarlo.

-Cuando yo… cuando me vaya… no te quedes sola. No dejes que esto te destruya. Promételo.

-No digas eso.

-Promételo.

-No puedo…

-Por favor.

Y entonces lloré. Lloré como no había llorado nunca, ahí, frente a él, dejando que viera lo rota que estaba. Porque me estaba pidiendo lo imposible, seguir adelante sin él.

Pero asentí. Porque lo amaba demasiado para negarle eso.

La última vez que lo vi consciente fue una tarde fría de noviembre. Me recosté a su lado, como tantas veces antes, y le susurré.

—Te amo, Samuel.

No esperaba que me respondiera. Nunca le había dicho esas palabras y ahora, cuando ya no importaba, me atreví a hacerlo.

Él entreabrió los ojos, me miró durante un largo momento y, con una voz débil pero clara, dijo.

—Lo sé, Cami. Siempre lo supe.

Y cerró los ojos.

No los volvió a abrir.

El día que Samuel murió, algo dentro de mí murió con él.

La casa estaba llena de gente, pero yo solo podía pensar en él. En sus bromas, en su sonrisa, en la forma en que siempre me hacía sentir segura.

Me acerqué a su ataúd y, sin importar quién me viera, le susurré.

—No sé cómo voy a vivir sin ti.

Pero lo hice.

No porque quisiera. Sino porque le prometí que lo haría.

Amar a alguien que nunca te amó de la misma manera es un dolor silencioso, constante, que se aprende a llevar como una cicatriz invisible. Pero amar a alguien y perderlo para siempre… eso es otra cosa.

Eso te cambia.

Samuel me enseñó muchas cosas en la vida. Me enseñó a reír, a soñar, a nunca rendirme. Pero la lección más difícil fue la última, que a veces, amar a alguien significa dejarlo ir.

Incluso cuando te rompe por dentro.

Incluso cuando nunca dejas de amarlo.

Y esa fue la lección que me dejó, que el amor verdadero no siempre es el que se queda. A veces, el amor verdadero es el que sabe cuándo decir adiós.




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