Cosas que pasan, pasan que cosas

La boda equivocada

La mañana del gran día amaneció con un cielo de nubes perladas, como si el universo presagiara lo que estaba por suceder. En la antigua iglesia de San Mateo, situada en el corazón del pueblo, los preparativos finales llenaban el ambiente de nervios y silencios expectantes. Las flores blancas y de suaves tonalidades adornaban cada rincón, y una sinfonía de violines marcaba el compás de la ceremonia. Sin embargo, para Ethan, aquel día se había convertido en una pesadilla anticipada.

Ethan, de 28 años, se encontraba de pie junto al altar, vestido con un impecable traje negro que contrastaba con la inocencia de las flores que lo rodeaban. Su rostro, pálido y marcado por la tensión, no reflejaba en absoluto la alegría que se esperaba de un día de boda. Mientras los últimos acordes de la marcha nupcial resonaban en la nave, su mente se inundaba de recuerdos prohibidos y un dolor insoportable. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Sophie, la mujer que, años atrás, había sido su todo.

A su izquierda, Amelia, la novia, avanzaba lentamente, radiante en su vestido blanco, su sonrisa forzada intentando ocultar la incertidumbre en sus ojos. Pero en el interior de Ethan, una verdad lo consumía: no podía entregarse a una vida que no llevaba su corazón. Su mente viajaba a aquellos días en los que Sophie y él compartían secretos en noches de lluvia, cuando las palabras eran el único medio para comunicarse y las miradas se encontraban en silencio.

Sophie.

El nombre retumbaba en su interior con la fuerza de mil latidos. La recordaba tal y como era: una mirada profunda, una sonrisa triste y esos ojos que parecían ver más allá de la superficie. La última vez que se hablaron, en una despedida llena de lágrimas y reproches suaves, ella le había dicho:

-Si te casas con otra, no me busques jamás, Ethan.

Y aunque él había intentado convencerla de que era solo un malentendido, sabía en lo más profundo que esa promesa era un adiós definitivo.

Mientras la ceremonia avanzaba, Ethan se debatía entre el deber y el deseo. El murmullo de las plegarias, el clamor de los coros y el suave sonido de los instrumentos no podían ahogar la tormenta interna que rugía en él. Con cada paso que Amelia daba hacia el altar, Ethan sentía cómo se encogía su mundo, hasta que parecía que toda la vida se reducía a un único instante de duda.

En una de las últimas filas, entre la multitud de invitados, Sophie se encontraba sentada, con la cabeza ligeramente inclinada y los ojos fijos en la escena. Su rostro, sereno y melancólico a la vez, estaba marcado por la determinación y el dolor de haber sido abandonada. Aquella mañana, Sophie había decidido asistir, no para detener la boda, sino para comprobar si, de alguna manera, el destino aún le reservaba una última oportunidad.

El ambiente en la iglesia se volvió casi irreal para Ethan. Se preguntaba si sus dedos, que temblaban al soltar el boutonnière, podían transmitir siquiera una pizca de la verdad que llevaba adentro. Recordaba los días en que Sophie lo hacía reír hasta llorar, cuando las tardes se llenaban de confidencias y la noche era testigo de sus promesas inquebrantables. Pero todo se había perdido en la vorágine de una vida que, a su parecer, se desmoronaba sin remedio.

El sacerdote inició la ceremonia, y las palabras sagradas se entrelazaban con la tensión del momento. Sin embargo, Ethan apenas podía concentrarse en los votos. Su mente vagaba en un torbellino de sentimientos: la culpa de haber dejado escapar a la mujer que amaba, la confusión por haberse comprometido con Amelia, y el abrumador deseo de volver a encontrar a Sophie.

Finalmente, cuando llegó el momento del “sí, quiero”, Ethan sintió que ya no podía seguir fingiendo. Con un temblor en la voz, apenas audible pero suficiente para quebrar el hechizo, murmuró:

-Lo siento… no puedo.

Un estremecimiento recorrió la sala. Amelia se detuvo en seco, su mano se solté del ramillete de flores que llevaba, y el silencio se apoderó del ambiente. Los invitados murmuraron, confundidos, mientras Ethan retrocedía unos pasos, sus ojos fijos en la figura de Sophie, que parecía haber absorbido cada segundo con una mezcla de dolor y alivio.

-¿Qué estás haciendo, Ethan? -exclamó Amelia con la voz temblorosa, su mirada oscilando entre incredulidad y llanto.

Ethan, con la respiración entrecortada, no supo qué decir. Las palabras se le atascaban en la garganta, y lo único que pudo articular fue:

-No puedo seguir engañando a mi corazón.

En ese instante, la atmósfera en la iglesia se transformó en un caos de confusión y lágrimas. La música se detuvo abruptamente, y el sacerdote, con voz grave, intentó retomar el orden, pero ya era demasiado tarde. Ethan, con el rostro bañado en sudor y lágrimas, se dio la vuelta y salió corriendo por el pasillo, dejando atrás un estallido de murmullos y el sonido de pasos apresurados.

Sophie, al ver aquella escena, se levantó de inmediato. Con la determinación y el dolor que había guardado en silencio durante tanto tiempo, se lanzó hacia la salida, cruzando rápidamente la nave mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. No sabía si debía perseguirlo o detenerlo, pero el corazón le dijo que debía hacerlo.

En el vestíbulo, el aire era frío y cortante. Los invitados, sorprendidos, se encontraban dispersos en pequeños grupos, discutiendo lo que acababa de suceder. Ethan se detuvo junto a una gran ventana, mirando hacia el jardín que se extendía en la distancia, su respiración errática tratando de calmar la tormenta interior. Fue entonces cuando escuchó una voz suave, apenas un susurro entre el tumulto.

-Ethan… espera.

Giró la cabeza lentamente y allí estaba ella, Sophie, con el cabello oscuro enmarcando su rostro y los ojos brillando con una mezcla de dolor y esperanza. No era perfecta, pero en ese instante, ella era lo único que importaba.

-Sophie -dijo él con voz quebrada, dándose cuenta de que todas las noches, cada pensamiento y cada lágrima habían sido para ella -. Lo siento tanto.




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