Helena recordaba con detalle el día en que comenzó todo. Fue hace casi un año cuando, en un foro literario, apareció un usuario que firmaba sus mensajes con la inicial “D”. Al principio, no le prestó mucha atención, pero pronto se dio cuenta de que cada comentario, cada reflexión, tenía en él una profundidad que le resultaba extrañamente reconfortante. Así fue como, poco a poco, comenzaron a intercambiar mensajes privados. Al principio eran cortos saludos y respuestas rápidas; después se transformaron en cartas virtuales, llenas de citas de libros, poemas improvisados y confesiones sinceras que parecían surgir de lo más profundo de sus almas.
Lo curioso era que, a pesar de la frecuencia de esos mensajes, nunca se habían enviado fotos ni realizado videollamadas. “La esencia de lo que somos no se muestra en una imagen”, le decía D en varias ocasiones, y Helena, intrigada y a la vez cautivada, aceptó ese misterioso velo de anonimato. Durante meses, ambos se conocieron a través de palabras, construyendo un mundo compartido en el que cada mensaje era un pequeño puente que conectaba sus vidas separadas por kilómetros y circunstancias.
La correspondencia se volvió tan constante y vital que Helena llegó a esperar con ansias cada notificación en su teléfono. Y así, sin darse cuenta, se enamoró. Sin haber visto jamás a D, se enamoró de la voz que describía la vida con tanta honestidad y de las letras que revelaban un corazón lleno de ternura y melancolía.
Pero llegó un punto en el que, después de tanto tiempo de comunicación silenciosa, ambos decidieron que era momento de conocerse en persona. La propuesta surgió en medio de una larga charla nocturna:
-Helena, ¿te animarías a encontrarte conmigo? -preguntó D de forma directa, pero con cierto titubeo en el teclado.
-No lo sé -respondió ella -, siempre me ha funcionado así. Pero… ya quiero ver esa voz en persona.
-Yo también quiero ver a la mujer que me ha llenado los días con sus palabras.
Después de varias conversaciones, acordaron que se verían en un pequeño café en el centro de la ciudad. D había fijado la cita para una tarde lluviosa de otoño, como si la melancolía del clima fuera el reflejo perfecto de su relación. Helena, con el corazón acelerado y los nervios a flor de piel, se preparó durante horas. Se eligió un vestido de tonos claros, casi etéreo, y se miró en el espejo hasta convencerse de que estaba lista para enfrentar ese primer encuentro.
Cuando llegó al café, Helena sintió que cada paso retumbaba en su interior. El lugar tenía un aire acogedor: luces tenues, música de fondo que parecía sacada de un vinilo antiguo y mesas de madera gastada por el paso del tiempo. La atmósfera invitaba a la conversación íntima, a confesiones que solo se susurran entre sorbos de café y miradas cómplices.
En la entrada, apenas cruzó la puerta, escuchó una voz cálida que le llamó:
-Helena.
Se giró y vio a un hombre de complexión media, de cabello oscuro y sonrisa tímida. Por un instante, sus ojos se encontraron, y en ese cruce, ella sintió una extraña certeza. Sin embargo, lo que más la sorprendió fue la suavidad de la voz, tan parecida a la de los mensajes que había leído una y otra vez.
-¿Eres tú? -preguntó ella, con un tono mezcla de asombro y timidez.
-Sí, soy yo. Me llamo Damián -respondió, extendiendo la mano en un gesto de bienvenida.
La calidez de su apretón de manos hizo que Helena sintiera que, de alguna manera, ya se conocían de toda la vida. Se sentaron en una mesa junto a la ventana, desde donde la lluvia creaba un telón de fondo rítmico y casi poético. Durante los primeros minutos, ambos se mostraron tímidos, como si cada palabra fuera medida con cautela. Pero pronto, la conversación fluyó de manera natural, y en poco tiempo, parecían recordar todas las noches en las que habían compartido sus pensamientos a través de mensajes.
-Siempre he sentido que nuestras palabras eran solo un preludio de algo mucho más grande -confesó Damián, mientras observaba la lluvia deslizarse por el cristal.
-Yo también -respondió Helena -. Cada mensaje me hacía imaginar cómo sería tenerte aquí, sentir tu presencia y… tocar tu mano.
La conversación se extendió, y en ella surgieron temas que ambos habían evitado mencionar hasta ahora. La pregunta que Helena había guardado en su mente la hizo al fin sentir la necesidad de preguntar:
-Damián, ¿por qué nunca quisiste que nos enviáramos fotos o hiciéramos videollamadas? Siempre me pregunté si temías que, al vernos, todo cambiara.
Damián tomó un sorbo de su café antes de responder con voz pausada:
-Helena, yo nací ciego. Desde los seis años, no he visto el mundo, ni he visto el rostro de nadie. Por eso, no puedo compartir lo que no poseo. Siempre quise que lo que nos unía fuera lo que realmente importaba: nuestras palabras, nuestros sentimientos, la manera en que nos entendíamos sin necesidad de imágenes.
El silencio se apoderó de la mesa por un instante. Helena sintió que su corazón latía con una fuerza renovada, y a la vez, con una ternura inmensa.
-Eso… eso tiene sentido -dijo ella, con una sonrisa llena de emoción -. Y me hace admirarte aún más.
Damián se rió suavemente, una risa que parecía provenir de lo más profundo de su ser.
-A veces me pregunto si realmente entiendo lo que es ver, pero contigo he aprendido que el amor no necesita ojos para brillar.
Las palabras se entrelazaron con el sonido de la lluvia, y en cada pausa se notaba la fragilidad y la fuerza de lo que compartían. Helena recordó todas esas noches en las que se habían escrito sin ver el rostro del otro, y se dio cuenta de que, aunque el mundo pudiera juzgar lo que ellos no podían ver, su amor era tan real y vibrante como cualquier otro.
Durante la tarde, el café se convirtió en su pequeño refugio. Hablaron de sus sueños, de las historias que les habían marcado, de la soledad que a veces se esconde detrás de una pantalla y de la esperanza que les daba cada nuevo mensaje. Damián contó cómo, a pesar de la oscuridad que lo envolvía, había aprendido a “ver” a través de las palabras y a imaginar paisajes llenos de color, basándose en las descripciones que otros le hacían. Helena, por su parte, se abrió en formas que nunca había hecho con nadie: confesó miedos, anhelos y la forma en que, en sus momentos más oscuros, las palabras de Damián le habían iluminado el alma.