Cosas que pasan, pasan que cosas

El reloj de las memorias

Catalina siempre había sentido que la vida estaba llena de pequeños milagros, de detalles que, si se prestaba suficiente atención, podían transformar lo cotidiano en algo extraordinario. Aquella mañana, al salir de su modesto apartamento en el centro, no esperaba encontrar nada fuera de lo habitual. Sin embargo, el destino tenía preparado para ella un encuentro inesperado.

Era un sábado soleado y la feria de antigüedades se instalaba en la Plaza del Recuerdo, un lugar que cada fin de semana se llenaba de puestos repletos de objetos viejos, fotografías descoloridas y recuerdos de épocas pasadas. Catalina, de 19 años, había decidido pasear por la plaza para despejar la mente después de una semana agobiante en el trabajo. Con el aire perfumado de cafés y pan recién horneado, se dejó llevar por el ambiente nostálgico que impregnaba cada rincón.

Entre los diversos puestos, uno en particular llamó su atención. Era pequeño, con un toldo gastado y estantes de madera que parecían haber sido testigos de innumerables historias. Allí, sobre un estante polvoriento, descansaba un antiguo reloj de bolsillo. El objeto, de apariencia sencilla pero con un aire inusual, tenía grabados delicados en la tapa y una cadena de plata que aún conservaba destellos bajo la luz del sol. Sin poder explicarlo, Catalina se sintió atraída por él. Se acercó lentamente, pasando sus dedos por la superficie fría del metal, y sintió, en ese instante, que el reloj vibraba con una energía que desbordaba su exterior inanimado.

—Cuánto misterio en esta cosita —murmuró para sí misma, sintiendo que algo dentro de ella despertaba, como si el reloj le hablara en un idioma olvidado.

El tendero, un hombre de cabellos grises y ojos vivaces, notó su interés y se acercó con una sonrisa cómplice.

—Veo que le has llamado la atención —dijo en tono confidencial—. Este reloj tiene una historia muy especial. Se rumorea que perteneció a un hombre que, en sus últimos días, vivió momentos tan intensos que cada vez que el reloj marcaba un tictac en particular, revivía fragmentos de sus recuerdos más preciados.

Catalina lo miró, incrédula pero intrigada. No era común encontrar objetos con ese tipo de leyenda en una feria, y algo en la voz del tendero la hacía sentir que debía llevarse el reloj. Después de una breve conversación, y sin pensarlo mucho, decidió comprarlo. El tendero lo envolvió cuidadosamente en un paño de lino y se lo entregó con un guiño.

—Cuida bien este tesoro —dijo—. Quién sabe qué secretos guarda.

Ya en su pequeño apartamento, Catalina se acomodó en su sillón favorito, uno de esos que había pertenecido a su abuela y que ahora le recordaba tiempos de historias y cuentos. Con manos temblorosas, abrió el reloj y se sorprendió al ver que, a pesar de su antigüedad, aún funcionaba, marcando el paso del tiempo con un tictac suave y constante. Al instante, el ambiente se tornó silencioso, como si el mundo a su alrededor se hubiera detenido.

Cerró los ojos y, en ese instante, sintió un extraño cosquilleo que recorrió su cuerpo. Cuando los volvió a abrir, ya no estaba en su apartamento. Se encontraba en una calle empedrada, con edificios de fachada victoriana y faroles de gas que iluminaban la niebla del amanecer. La ciudad tenía un aire distinto, una atmósfera de otro tiempo. Catalina se dio cuenta de que el reloj le había permitido viajar en el tiempo, al menos por un breve instante.

Confundida, comenzó a caminar. Las calles parecían conocidas, pero también extrañamente ajenas. Mientras avanzaba, se topó con una pequeña plaza donde un grupo de gente se reunía para conversar. Fue en ese momento que vio a un joven que destacaba entre la multitud. Tenía el cabello oscuro, ojos intensos y una mirada que parecía atravesarla. El joven se presentó como Elías, y con voz tranquila le explicó que, durante sus días, él había sido dueño del reloj y que, gracias a él, había vivido momentos inolvidables.

—No tengas miedo —dijo Elías, acercándose con una sonrisa serena—. Este reloj te permite ver lo que ya fue, revivir recuerdos que se creían perdidos, pero también tiene un precio. Cada minuto que pasas en el pasado te costará un recuerdo que tienes en el presente.

Catalina sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero también una extraña fascinación. ¿Un precio? ¿Qué podía significar eso?

—¿Qué tipo de recuerdos perderé? —preguntó con voz temblorosa.

—Eso, querida —respondió Elías con una mirada enigmática—, solo lo sabrás a medida que vivas cada experiencia. Pero confía en mí: a veces, lo que se pierde se transforma en algo nuevo, en una parte de ti que nunca habías imaginado.

Durante lo que parecieron minutos, Catalina caminó junto a Elías por las calles de un Londres casi fantasmal. El ambiente era melancólico y a la vez lleno de vida; las risas lejanas de niños, el sonido de carruajes y el murmullo de conversaciones en un idioma de épocas pasadas llenaban el aire. Cada paso era un viaje a través de recuerdos que parecían flotar en el tiempo. Catalina vio escenas que se desplegaban ante sus ojos: un baile en un salón lujoso, un paseo por un parque en otoño, y, en cada imagen, el eco de un amor que había marcado la historia de aquel lugar.

En una de esas escenas, se encontró en medio de un salón de baile iluminado por candelabros. Mujeres vestidas con elegantes trajes de encaje y hombres con esmoquin se movían al compás de una música suave y melancólica. Allí, en el centro de la pista, vio a una mujer de mirada triste y gestos delicados. Elías le dijo que esa era la amada perdida del antiguo dueño del reloj, una mujer a quien él había amado profundamente y a la que, en un desesperado intento por no olvidarla, había recurrido al viaje en el tiempo. Catalina observó, embargada, cómo la escena se desvanecía, como si fuera un sueño fugaz, y se dio cuenta de que cada imagen era tan real como dolorosa.

Mientras Elías la guiaba, el reloj en sus manos seguía marcando el paso del tiempo de una manera diferente, como si cada tictac fuera una cuenta regresiva para regresar a su propio presente. La experiencia, aunque intensa, le permitió a Catalina revivir fragmentos de un pasado que, de otra forma, habrían quedado sepultados en el olvido. Sin embargo, con cada minuto transcurrido en el pasado, notaba pequeños vacíos en su mente, recuerdos vagos que parecían desvanecerse lentamente. Era el precio del viaje, un precio que, a pesar de su costo, parecía insignificante frente a la magnitud de las emociones que experimentaba.




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