Cosas que pasan, pasan que cosas

El último poema

Londres, 1814. La ciudad se despertaba entre la niebla y el humo de las chimeneas, mientras el Támesis reflejaba luces titilantes de faroles y carruajes que recorrían sus orillas. En medio de esa urbe de contrastes y sombras, se erigía la antigua iglesia de St. Martin, un edificio centenario que había sido testigo de incontables ceremonias y tragedias. Fue en este escenario de melancolía y misterio donde Arthur, un poeta de alma atormentada y mirada intensa, se debatía entre la esperanza y el dolor.

Arthur era hijo de una familia modesta; había crecido entre las calles empedradas y los mercados bulliciosos del este de Londres. Desde muy joven descubrió en la poesía el refugio para sus sentimientos, pues las palabras eran su único medio para comprender la vastedad del mundo y el peso de sus propias emociones. Trabajaba en una pequeña imprenta, y en sus ratos libres se encerraba en una habitación alquilada, iluminada por la luz trémula de una lámpara de aceite, para escribir versos que hablaban de amores imposibles y sueños perdidos.

Aquella mañana, mientras caminaba por una calle en ruinas, Arthur sintió que algo en el ambiente había cambiado. Una inusual brisa parecía acariciar las fachadas desgastadas de los edificios, y un murmullo de voces lejanas lo invitaba a adentrarse en un destino incierto. Sin saber muy bien por qué, se encontró frente al teatro “The Gilded Swan”, un recinto elegante y, a la vez, decadente, donde esa noche se presentaría un espectáculo de danza. La marquesina, con sus letras doradas y desgastadas, prometía una velada de belleza efímera.

Impulsado por la necesidad de encontrar algo que aliviara la tormenta interna, Arthur decidió entrar. Al cruzar el umbral, el bullicio del teatro y el tintinear de las copas en el vestíbulo le hicieron olvidar momentáneamente su pena. Se acomodó en un rincón oscuro, dejando que la penumbra le envolviera mientras esperaba el inicio del espectáculo.

Fue entonces cuando la vio. Sobre el escenario, la luz se posó en Annabelle, la bailarina principal. Ella era una joven de cabellos negros como la tinta y piel de porcelana, con una gracia que desafiaba las rígidas convenciones de la época. Proveniente de una familia humilde, había forjado su camino en el mundo del arte a fuerza de esfuerzo y determinación. Cada movimiento suyo parecía contar una historia de lucha, de pasión y de dolor contenido. En su danza, se vislumbraban destellos de una melancolía profunda, como si cada salto y cada giro fueran un suspiro por un amor que jamás llegó.

Arthur, absorto, sintió cómo su corazón se aceleraba. En ese instante, la belleza de Annabelle se transformó en su musa. Cada nota de la música, cada destello de luz en el escenario, se fundió en la imagen de aquella bailarina. Mientras la ovación final llenaba el teatro, Arthur apenas podía despegar la mirada de ella, como si cada instante a su lado fuese un regalo que el destino le concedía en medio de su soledad.

Después del espectáculo, el teatro se vació y el murmullo de despedidas y aplausos se disipó. Arthur, impulsado por una fuerza interior que no comprendía del todo, se deslizó discretamente por el pasillo trasero del teatro, deseoso de encontrar una señal de Annabelle. No tardó en percibir una voz suave, casi imperceptible, que emergía de una sala de utilería adyacente.

—¿Te gustó el espectáculo? —preguntó la voz con una mezcla de timidez y certeza.

Arthur se giró y, sorprendido, encontró a Annabelle parada en la penumbra. Fuera del uniforme brillante de la bailarina, ella vestía sencillamente una camisa blanca y una falda modesta, vestimenta que dejaba ver sus orígenes humildes. Sus ojos, grandes y llenos de una melancolía dulce, se iluminaron al verlo.

—Fue… maravilloso —contestó Arthur, casi tartamudeando, como si la emoción le robara las palabras—. Nunca he visto a alguien bailar con tanta pasión y tristeza a la vez.

Annabelle sonrió, una sonrisa leve y sincera, que parecía disolver las barreras del protocolo.

—El baile es mi manera de expresar lo que las palabras no pueden decir —dijo ella con voz suave—. Y tú, ¿qué haces con tus palabras, Arthur? ¿Acaso tratas de atrapar el alma del mundo en cada verso?

Arthur vaciló por un momento, sintiendo cómo aquella pregunta le abría la puerta a confesiones largamente guardadas.

—Escribo… escribo para entender mi propio dolor, para transformar mis noches en soledad en algo que trascienda el olvido. Pero, cuando te vi en el escenario, sentí que por fin había encontrado algo que le daba sentido a mis versos.

La conversación se prolongó en un pequeño café cercano al teatro, en un rincón oscuro donde las luces eran tenues y el murmullo de las conversaciones se mezclaba con el aroma del té. Allí, entre susurros y miradas cómplices, Arthur y Annabelle compartieron sus historias. Ella le habló de los sacrificios que había hecho para perseguir su sueño, de la vida en la que la pobreza había sido una sombra constante, pero en la danza encontraba la libertad. Él, con voz quebrada, confesó que cada palabra que escribía era un intento de salvarse, de encontrar consuelo en medio de la indiferencia del mundo.

—A veces, creo que mi vida es un lienzo en blanco, y mis palabras, mis poemas, son los colores que intento usar para pintar algo hermoso en medio del caos —dijo Arthur, mientras sus ojos se perdían en la mirada de Annabelle.

—Y yo, en cada paso, en cada giro, intento gritar al mundo que, aunque nací en la oscuridad de la adversidad, puedo brillar con luz propia —respondió Annabelle, apretando suavemente la mano de Arthur sobre la mesa.

Los días se convirtieron en encuentros furtivos, en paseos por los callejones empedrados de Londres y en largas conversaciones en las que el tiempo parecía detenerse. Arthur se entregó a la escritura con una pasión renovada; cada noche, en su pequeño cuarto alquilado, encendía una lámpara de aceite y vertía en el papel el torrente de emociones que sentía. Escribía sobre el dolor de la separación, sobre la efímera belleza de la danza de Annabelle, sobre la lucha interna por encontrar un lugar en un mundo que parecía no quererle comprender.




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