La campana de la entrada dejó escapar un suave tintineo, un eco delicado que pareció conectar el frío del exterior con la calidez de la pequeña cafetería. Cristina levantó la mirada desde el mostrador, y una sonrisa iluminó su rostro al reconocer a Marcos, quien sacudía la nieve de su abrigo con movimientos pausados. Había algo en su llegada que llenaba el aire de una nostalgia difícil de ignorar.
—¡Marcos! —exclamó con una calidez que envolvía como el aroma a canela que impregnaba el lugar—. Qué alegría verte. ¿Todo bien, hijo? Hace tanto que no pasabas por aquí.
Él respondió con una sonrisa discreta mientras guardaba los guantes en el bolsillo de su abrigo. Sus movimientos eran tranquilos, casi medidos, como si cargara más peso del que sus hombros podían soportar.
—Hola, Cristina. Todo bien... Mi madre me pidió que viniera por tus galletas. Ya sabes que no puede resistirse —contestó con voz suave, aunque en ella vibraba un tono apagado.
Cristina lo observó con la ternura de quien guarda recuerdos entrañables. En sus ojos veía al niño risueño que había conocido, pero el hombre que estaba frente a ella llevaba una sombra en su mirada, un dolor que no hacía falta preguntar.
—Acabo de sacarlas del horno. Necesitarán unos minutos para enfriarse. ¿Por qué no te sientas un momento? —propuso, señalando una mesa junto a la ventana, donde los copos de nieve se arremolinaban al compás del viento.
Marcos dudó, pero el brillo insistente en los ojos de Cristina no le dejó opción. Se acomodó en la mesa, quitándose la bufanda y dejando que el calor del lugar comenzara a deshacer el frío que traía consigo. Desde la barra, Serena lo observaba en silencio. Había algo en él que captó su atención, como si su presencia hubiera alterado ligeramente la atmósfera. Con una libreta en mano, se acercó finalmente, sin saber muy bien qué decir.
—Hola. ¿Te gustaría pedir algo mientras esperas? —preguntó con un tono tranquilo, aunque un leve temblor traicionaba su aparente seguridad.
Marcos levantó la vista, y al encontrarse con sus ojos, pareció que el tiempo se detenía por un instante.
—El chocolate caliente es la especialidad de la casa. Ideal para un día como este —añadió ella, rompiendo el silencio con una sugerencia casi automática.
Él asintió, devolviéndole una leve sonrisa.
—Chocolate caliente suena bien. Gracias.
Cristina apareció poco después con un plato de galletas decoradas y lo dejó frente a Marcos con una sonrisa maternal.
—Aquí tienes un adelanto. Las demás estarán listas en unos minutos.
Él tomó una galleta, pero sus manos titubearon antes de llevarla a la boca.
—Tu madre me contó por lo que has pasado. Marcos, aquí siempre tendrás un lugar donde refugiarte —dijo ella, con un apretón suave en su mano, como si quisiera transmitirle algo de fuerza.
Marcos esbozó una sonrisa tenue.
—Gracias, Cristina. Este lugar siempre ha sido como mi segundo hogar.
Serena regresó entonces con la taza de chocolate caliente. Al dejarla frente a él, sus miradas se encontraron de nuevo. Había algo detrás de los ojos de Marcos que la inquietaba, una tristeza que no podía ignorar.
—Espero que lo disfrutes —dijo con un tono más suave de lo que pretendía, intentando transmitirle algo de consuelo.
—Gracias —murmuró él, apenas audible, antes de bajar la mirada a la bebida.
Serena regresó a la barra, pero, mientras lo hacía, no pudo evitar girarse una vez más. Había algo en Marcos que quedaba dando vueltas en su mente, una sensación que no lograba entender. Era como si una corriente invisible se hubiera instalado entre ambos, algo inexplicable que la llenaba de una inquietud desconocida.
Más tarde, cuando Marcos se levantó para pagar, Cristina insistió en que no era necesario.
—Es mi pequeño regalo de Navidad. Un brindis por los nuevos comienzos —dijo ella con una sonrisa afectuosa.
—Gracias, Cristina. Y gracias también por las galletas.
—Dile a tu hermano que son para toda la familia. Y que si quiere más, ya sabe dónde encontrarlas —bromeó, arqueando una ceja.
—Estoy seguro de que mamá las tendrá fuera de su alcance —respondió Marcos con una risa ligera.
Cuando se disponía a salir, Serena, casi sin pensarlo, lo llamó.
—Marcos... Si alguna vez necesitas un lugar tranquilo, aquí siempre lo es.
Él se giró, visiblemente sorprendido por su comentario.
—Gracias... Lo tendré en cuenta —contestó, con una sonrisa que esta vez parecía genuina, antes de cruzar la puerta.
Serena lo vio marcharse mientras la nieve comenzaba a borrar sus huellas, como si el mundo conspirara para hacer desaparecer su presencia. Había algo en ese momento que la inquietaba, un leve nudo en el pecho que no lograba descifrar. Permaneció junto a la ventana, incapaz de apartar la mirada, como si esperara verlo regresar. Pero lo que realmente la atrapaba era la imagen de sus ojos verdes, teñidos de una tristeza que no tenía por qué afectarle. “No entiendo por qué me importa”, murmuró para sí misma, intentando desviar el pensamiento, aunque la sensación persistía, aferrándose a un rincón de su mente.
—Parece que verlo te ha dejado pensativa —comentó Cristina, sorprendiendo a Serena.
—Sí... No sé qué es, pero hay algo en él.
—Es un buen muchacho. Pero ha pasado por mucho —dijo Cristina con una sombra de tristeza.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Serena, movida por la curiosidad.
Cristina sacudió la cabeza suavemente, como si esa historia perteneciera a otro tiempo.
—No me corresponde a mí contártelo. Es algo que debe compartir cuando esté listo.
—Lo entiendo... pero no puedo evitar sentir que hay algo entre nosotros. Algo en común.
—A veces, las almas que han sido heridas se reconocen sin palabras. Solo dale tiempo.
En ese momento, Valeria irrumpió la conversación como un vendaval, saliendo de la cocina.
—¡Mamá! —exclamó, con un ligero rubor en sus mejillas—. ¿Podemos invitar a la abuela Cristina a cenar esta noche? —Su voz sonaba entusiasta—. Será divertido ver Frozen las tres juntas.
Editado: 21.05.2025