Ethan.
Después de salir de la casa de Anna y de esquivar las miradas acusadoras e investigadoras de sus padres, de los molestos de sus padres. ¿Y por qué les digo molestos? Porque lo son. Porque aparecieron de la nada tras años de silencio, creyendo que podían reconstruir un castillo con palabras vacías sobre los escombros que ellos mismos dejaron. Se esfuerzan en parecer padres perfectos, como si los regalos caros y las cenas forzadas pudieran borrar las cicatrices invisibles que dejaron en ella.
Yo la conozco. Sé lo que piensa aunque no lo diga. Sé que a veces quiere gritar, que otras veces solo quiere huir. Hay días en los que sus ojos piden ayuda y otros donde solo suplican que la dejen en paz. Extraño verla patinar. Extraño esa versión de ella que se deslizaba como si el hielo fuera una extensión de su alma. Patinar la hacía sentir libre, completa. Ahora... ahora camina como si cargara con el peso de una historia que aún no entiendo del todo. Sé que parte de eso es por la herida en su pierna. La vi, aquella noche en que cayó al agua. Mis padres tuvieron que ayudarla a cambiarse y, aunque intenté no mirar... lo hice. Y desde entonces, no he dejado de culparme.
Ella estaba segurísima de que había algo hacia donde íbamos. Ahora olía mejor que hace un rato, huele a libros nuevos y vainilla, en su casa olía a algo amargo y a jazmines, ella jamás olía a jazmines. Cuando estaba feliz olía a rosas y frutillas, cuando estaba enojada —mejor no acercarse— su olor era más fuerte y te hacía darse cuenta que estaba enojada, además de que cuando lo hacía permanecía en silencio y sus labios hacían un puchero y los apretaba.
Es hermosa. Juro que en los días de sol, su cabello encendía el mundo. No era rojo. Era su rojo. Ese tono exacto, como si el fuego hubiese aprendido a ser suave. Desde que tengo trece años, el rojo dejó de ser un color y pasó a ser una persona. Su rojo.
Y sus ojos... esos ojos que a veces me buscan como a un amigo, otras como a un desconocido. Yo desearía que solo me miraran a mí. No como su confidente. No como el chico que siempre está cerca. Quisiera que me viera como algo más. Como todo. Pero no se lo he dicho. No cuando hay tantas cosas que no entiendo, no con Matt en el medio, no cuando todavía estoy aprendiendo a no ser un monstruo.
Cada vez que la veo con ese idiota de Garrett, algo se retuerce dentro de mí. Y tengo que recordarme que no es el momento. Que si dejo salir lo que siento, quizás no quede nada para protegerla después.
—Entonces… ¿Qué opinas? —me dijo. Maldición, ni siquiera la escuché.
—Sí, no lo sé… —la miré. — ¿Puedes repetirlo?
Anna me miró con una ceja alzada, sus ojos miel analizándome. Sentí cómo me derretía por dentro. Estaba acostumbrado a sus silencios inquisitivos, pero este... este me estaba desarmando.
—Te pregunté si creés que estoy perdiendo la cabeza —dijo con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
Negué con la cabeza, aunque por dentro todo en mí gritaba que sí, que algo estaba mal, pero no con ella. Con todo lo demás.
—No. Creo que estás viendo cosas que otros no pueden. Eso no es una locura.
Ella frunció el ceño. Miró hacia el bosque, hacia esa línea de árboles que se dibujaba a lo lejos como una promesa o una amenaza. El viento agitó su pelo y tuve que controlarme para no levantar la mano y apartarle un mechón de la cara.
—A veces… —murmuró— siento que algo me llama desde allá. Como si algo me esperara.
Yo también lo sentía. No lo iba a admitir, claro. No todavía.
—¿Y qué vas a hacer? —le pregunté.
Anna giró la cabeza hacia mí y por un momento, solo uno, sus pupilas se dilataron como si dentro de ella hubiera otra versión de sí misma mirando.
—Lo voy a encontrar —dijo, y su voz era apenas un susurro, pero me heló los huesos.
[***]
En algunos puntos, desde que cumplí y terminé mi “transición” para ser hombre lobo, me sentía incompleto. Y eso cambiaba solo cuando me volvía ese animal de cuatro patas, marrón, peludo y grande. Como me encantaba estar así. Amaba ser así. Menos algunas noches de luna llena.
Esas noches no eran libertad. Eran prisión. Pérdida de control. Instinto puro y nada más. No había Ethan, solo hambre, miedo, rabia y la maldita necesidad de cazar. No importaba a quién. Pero lo peor de todo no es lo que soy. Es que cuando estoy con ella, incluso en mi forma más humana, sigo sintiéndome salvaje. Como si algo dentro de mí reconociera algo en ella que no entiende, pero desea proteger. O tal vez… algo que teme.
Anna está cambiando. Lo sé. Lo huelo en su sangre, en su magia, aunque ella todavía no tenga idea de lo que es. Algo despierta en ella, algo poderoso. Algo que podría quemarme o salvarme. Y cada día que pasa, siento que se acerca más a ese borde. Y yo estoy a un paso detrás. Siempre me quedo un paso detrás. O me gana Matt, a veces Liam, u otras situaciones. Pero siempre me quedo detrás.
Llegamos al claro donde mataron a Jaime Carrigan. El lugar tenía esa aura espesa de los sitios malditos: un silencio antinatural, demasiado perfecto para ser real. Los árboles parecían cerrarse sobre nosotros, como si vigilaran. El aire se volvió denso, más húmedo, más espeso, como si estuviéramos caminando dentro de un secreto.
La colorada terminó de trenzarse el cabello —algo que hace cuando está nerviosa —. Mis sentidos estaban al límite, ante la mínima sospecha de que algo no estaba bien, cargaría a Anna y nos sacaría de aquí. No había viento en este punto. Los pinos enormes nos hacían de barrera y al parecer nadie pasaba por aquí. El bosque cambió. Al principio era solo más espeso, pero luego… empezó a sentirse distinto. El aire se volvió denso, como si estuviéramos caminando bajo el agua. Silencioso. Demasiado silencioso.
Ni un pájaro. Ni una rama crujiendo.
—¿Y ahora? —le pregunté. Olfateé un poco el aire y encontré pinos, madera, vainilla, nada raro hasta el momento.