Anna.
Caminamos. Durante los primeros minutos, mis pasos eran firmes. Pero el silencio lo devoraba todo. Ni insectos, ni ramas crujientes. Solo nuestras respiraciones y el eco de nuestros pensamientos. Un frío repentino me recorrió la espalda, como si el aire hubiese cambiado de densidad. Me froté los brazos, sintiendo que, aunque el bosque seguía siendo el mismo, algo en él había mutado. No sabía si era la noche, o nosotros.
—Esto no está bien —murmuró Ethan a mi lado, con la mirada clavada en la nada.
No respondí. El miedo empezaba a filtrarse bajo mi piel. Un miedo primitivo. Como si nuestros cuerpos entendieran algo que nuestras mentes aún no habían procesado.
Anduvimos cerca de dos kilómetros, tal vez más. La tierra comenzó a inclinarse hacia abajo, como si el bosque descendiera hacia las entrañas del mundo. Las ramas eran más densas, el aire más pesado. Empezaba a preguntarme si aquello había sido buena idea.
Entonces, lo vimos.
Era una bufanda. Roja. Atada al tronco de un árbol como si alguien la hubiese dejado ahí a propósito. La reconocí de inmediato. Era de Liam. La usaba siempre que salíamos del colegio juntos, enrollada de cualquier manera sobre el cuello, como si no le importara cómo la llevaba.
Me acerqué con un nudo en la garganta. La toqué. Aún tenía su olor. Tierra, hojas y un poco de colonia. Se me hizo un nudo en el estómago.
—Es de él —susurré, sin girarme.
Ethan se acercó lentamente. Su rostro estaba tenso, los ojos clavados en el objeto como si fuera una amenaza.
—Podría ser una trampa —dijo, la voz ronca.
Lo sabía. Pero en ese momento, no me importó.
Un viento frío sacudió las hojas. Y entonces escuchamos algo. Una voz. Era débil, como un eco lejano que no sabías si imaginabas.
—…Anna...
Me giré en seco.
—¿Lo oíste? ¡Ethan, lo escuchaste!
—Sí —respondió él. Su cuerpo entero se tensó.
La voz volvió a sonar, un poco más clara, un poco más real.
—Anna... ¡Ayuda!
Corrí. No esperé a que Ethan me siguiera. Algo en esa voz me arrancó de mí misma. Era él. Tenía que ser él. Corrí cuesta abajo, empujando ramas, tropezando con piedras. El bosque se abría como si supiera dónde tenía que ir. Las ramas, el barro, el frío, nada me detenía, debía encontrar a Liam. Seguimos bajando hasta ver un claro más abajo, me detuve de golpe, al lado de un pino tan alto y ancho que ni siquiera llegaba a rodear con los brazos, el espacio a su lado estaba repleto de hierba mala, ortigas creo. Las plantas tapaban todo a su alrededor. Entonces lo vi.
Un lobo, grande, negro. Era Liam. Mí Liam. Era él. Tenía las patas traseras encadenadas y su pelaje negro, el que siempre resplandecía cuando lo veía, estaba manchado y cubierto con barro. Tenía las costillas muy, muy marcadas. Y por lo que alcancé a ver, una de las orejas estaba sangrando.
—¡Li…! —una mano rodeo y tapó mí boca con fuerza antes de que siquiera pudiera llamarlo. La mano se apretó con fuerza en mí boca y me empujó contra su cuerpo, nos hizo girar y terminamos de espaldas al tronco del pino.
—Shhh. —dijo Ethan. Mí corazón casi se sale. —No grites, es una trampa —susurró. —. Hay cazadores a su alrededor, debemos irnos. —pronunció en mí oreja a susurros. Yo comencé a negar frenéticamente. No iba a dejar a Liam. Lo habíamos encontrado. Estaba ahí. Debíamos irnos con él.
Ethan nos tiró al suelo, rodeados de las ortigas y varias plantas más. No retiró en ningún momento su mano de mí boca.
—Escúchame Annie— siguió. —. Si esas personas nos encuentran o saben que estamos aquí, terminaremos peor o igual que él. Debemos irnos. Vendremos a buscarlo cuando sea seguro para nosotros. —seguí negándome. No iba a irme sin él, pero admito que Ethan tenía un punto a favor, no podíamos liberarlo si estábamos atados también. —Haremos esto, arrástrate hasta que nos hayamos alejado lo suficiente para correr hasta el auto. —negué. —No seas terca. —ya se escuchaba molesto. —Hay al menos veinte hombres ahí, ¿qué harás? ¿Llorarás para que lo dejen ir? Vámonos. Ya. —me tiró al suelo y comenzó a empujarme.
Tiene razón, Anna. Reacciona. Muévete, ve por el suelo y abandona a tu amigo Liam. No.
Me detuve. Ethan a mi lado de detuvo y me miró, sus ojos tenían ese brillo sobrenatural. Casi podía verle un colmillo más grande al resto.
—Sigue avanzando. —susurró. —Escuchame, estamos en desventaja, son muchos, quizás tienen armas y están más entrenados que nosotros. Mueve el trasero y avanza. ¡No nos arriesgues ahora también! —gritó en un susurro y siguió avanzando.
El corazón me latía tan fuerte que dolía. Cada latido era un golpe sordo contra mis costillas, cada respiración un intento de contener un grito que pugnaba por salir. No podía irme. No podía dejarlo.
Se escucharon voces, risas y pasos. Ellos estaban merodeando. Nos estaban buscando. Nos estaban cazando. Lo planearon todo, pero, ¿jugar con la vida de un adolescente así? No levanté mí cabeza y traté de hacer el menor ruido posible. Las ortigas ya me habían tocado las manos y éstas estaban rojas y me picaban mucho.
La tierra húmeda se pegaba a mi ropa mientras me arrastraba como Ethan me exigía. Mis codos raspaban piedras, raíces, espinas. Cada centímetro que me alejaba de ese punto era un desgarro interno. Una traición. Liam estaba ahí. Atado. Roto. Su voz había gritado por ayuda. No era una ilusión. No era un truco de mi mente desesperada.
Y sin embargo, yo lo estaba dejando.
Ethan gateaba delante de mí, atento a cada sonido. Sus músculos tensos eran la única razón por la que yo seguía moviéndome, porque si él —el que siempre parecía tenerlo todo bajo control— estaba asustado, entonces debía obedecer. Las voces a lo lejos sonaban claras: risas secas, cuchillos chocando, pasos crujientes sobre ramas. Y un ruido metálico que reconocí con terror: esposas o cadenas.
Contuve las lágrimas.