Anna.
La manada Ashford era una de las más antiguas de esta región, estaba confirmada por entre 50 y 60 lobos en total, era una de las más fuertes. Elisse me dijo que el alfa de la manada era el tío de Ethan, Caleb Ashford. También me dijo que las manadas están compuestas por un/a alfa, generalmente una persona mayor o el primer hijo, luego por betas y varias jerarquías más. Y que Liam, era miembro de esa manada.
He visto a Caleb Ashford pocas veces. A mí parecer, es un hombre muy serio, reservado con quienes no son su familia. Su cabello era rubio, y con el paso del tiempo se fue oscureciendo un poco, era alto, bastante alto, un poco más que Ethan. Elisse me contó que Caleb, el Alfa, no tenía hijos. Era una decisión deliberada, según decían algunos. Otros murmuraban que fue una consecuencia de una historia vieja y triste que nadie se atrevía a repetir, por lo que a su muerte el siguiente alfa sería su hermano Jonathan, y por consiguiente, Ethan sería su heredero.
Me pareció injusto no haber sabido esto antes. Que todo esto, esta estructura, esas personas, existieran a mi alrededor sin yo notarlo. Que Liam, tan lleno de bromas y sonrisas, fuera parte de algo tan disciplinado y que ahora estuviera… atrapado. Perdido.
Jonathan estaba reunido con Caleb —quien llegó hace poco, hecho una furia he de decir— en su estudio. No alcancé a verlos del todo, pero el sonido de su discusión se filtraba a través de la puerta como un rugido contenido. Palabras cortadas, frases duras. La voz de Caleb era la más clara, firme, grave, como una orden que no aceptaba réplica. Jonathan, en cambio, sonaba más medido, más táctico, pero igual de preocupado.
Ethan estaba parado en la puerta, yendo y viniendo, sus pasos quedarían marcados en la madera a ese ritmo. No ha querido hablar conmigo. No desde el coche, no desde que llegamos a la casa.
Quizá le fallé. O quizá él siente que se falló a sí mismo. O quizás ambos sentimos que nos fallamos mutuamente y de esa manera, a Liam.
Desde donde estaba, podía verlo. Sus manos estaban cerradas en puños, la mandíbula apretada. Cada tanto, se detenía un segundo, como si pensara entrar y un segundo después retrocedía, sacudía la cabeza y volvía a moverse. No sé si era rabia, culpa, miedo… o todo junto. Ethan no es bueno para quedarse quieto. Nunca lo ha sido. Y ahora parecía estar luchando consigo mismo. Siempre fue el protector, el que sabía cómo hacer las cosas y hoy parece que ese Ethan ha desaparecido y ha dado lugar a un “cachorro” que no puede encontrar la salida de su propia curva.
—Déjalo que se calme, cielo. —Elisse se sentó a mí lado y me puso las mantas de lana en las piernas. Su cabello canoso caía sobre sus hombros. Nunca le pregunté porqué tenía así el cabello. —Cuando hayan terminado de hablar y de gritarse, volverán. Por y mientras, dale su espacio. Tú también mereces el tuyo, no es fácil esto y no deben fingir que son fuertes y saben cómo solucionarlo, tienen diecisiete.. y sobre Liam… Caleb y Jonathan lo traerán de vuelta. —llevó una de sus manos a mí mejilla y me acarició, luego me envolvió con sus brazos y… y me sentí tan pequeña, tan quieta y con tantas ganas de llorar, que así lo hice, lloré. —Descuida Anna… lo van a traer y todo esto resultará sólo un mal sueño ¿sí?
Asentí.
—¿Ya no te pican las manos?
—No. Es decir, un poco sí, pero nada en comparación con lo que me picaban hace un rato. Gracias por eso. A propósito, ¿qué me pusiste? —pregunté, intentando sonar casual, pero todavía con la voz temblorosa.
Pude sentir que los pasos de Ethan se detuvieron. Y volvieron a sonar.
Elisse sonrió, esa sonrisa cálida que parecía tener el poder de aplacar tormentas. Se giró para tomar un pequeño frasco de cerámica barnizada que había dejado en la mesa, lo sostuvo entre las manos como si fuera algo precioso.
—Es un remedio muy antiguo. Lo hacía la abuela, y la abuela de su abuela antes que ella. Lo llaman Flor de luna y savia de loba. —Destapó el frasco y un aroma suave, casi dulce y silvestre, se deslizó por el aire.
Fruncí el ceño.
—¿Savia de qué?
—Savia de loba —repitió con un brillo en los ojos—. No es lo que piensas. No es… savia literal de un lobo —rió suavemente, divertida por mi expresión—. Es una planta. Crece solo cerca de las madrigueras antiguas, donde las manadas han vivido durante generaciones. Tiene una conexión especial con nuestra especie. Sana rápido. Calma. Y la Flor de luna solo florece bajo ciertas fases de la luna llena. Es difícil de conseguir, pero cuando se mezcla bien, alivia picazón, quemaduras, incluso heridas más profundas.
—Gracias, Elisse. —Miré mis manos. Aún estaban un poco rojas, pero la hinchazón había bajado. Se sentían tibias, no ardían. —¿Qué tan rápido cura las heridas?
Ella me acarició la cabeza como si yo fuera una niña otra vez.
—¿Recuerdas tu corte de la pierna en tu accidente de patinaje? —Asentí. Mí corte. Recuerdo que un día dolía y a los siguientes… pero, ¿Cómo? —Ethan te dio el mismo medicamento una noche. —Soltó, ante mí cara de sorpresa. Casi ni recordaba ese corte. Wow. ¿Cuándo me lo dio Ethan? —A veces, las cosas que parecen pequeñas… son las más poderosas.
Me llevé una mano a la pierna. No quedaba ni una marca. Ni una señal de aquel corte. Lo había olvidado por completo. Pero Ethan… Ethan no.
—Nunca me lo dijo —murmuré.
—No tenía por qué. —Elisse tomó mi mano, como si sus dedos pudieran traspasarme su calma—. A veces, el cuidado más profundo es el que no se ve. Y Ethan… sabemos que mí hijo siempre ha sido más acción que palabras.
Fue entonces que el sonido de pasos volvió a mi conciencia. Ethan. Levanté la vista justo cuando lo vi girar una vez más frente a la puerta. Pero esta vez no se alejó. Se quedó ahí, inmóvil, como si al fin se hubiera decidido.
—Ve con él —susurró Elisse—. No para hablar, ni para solucionarlo todo. Solo para que sepa que no está solo.