El diagnostico que me adjudicaron los especialistas fue: “Trauma” – respondió con la mirada gacha- Seis letras que pueden cambiarle la vida a alguien. Una palabra corta, liviana y hasta lejana para algunos. Para otros una palabra que parece infinita, extremadamente pesada, tan fuerte y cercana, que hasta uno siente que puede tocarla. Vive con uno, respira, come y reza con uno también. Una visita que no avisa, que tan solo llega un día, y que no sabes cómo conseguir que se vaya. “Trauma”, Sr. Krat. Tres consonantes y 3 vocales entreveradas; y que escritas bajo sello sobre un papel, puede dejarte sin empleo, sin carrera, sin amigos y hasta sin familia. Y fue aquella tibia mañana de septiembre de 1974, cuando comenzó a asomarse a mí, como un coyote mira a su presa antes de atacarla, esperando el momento preciso para hacerlo.
Partido de Hurlingham– Provincia de Buenos Aires
Jueves 02 de septiembre de 1974 – 09:38 a.m.
- Después de haber golpeado la puerta de algunos vecinos, en busca de posibles testigos o algún sospechoso, fue que encontré aquella pequeña zapatilla manchada con sangre, y que coincidía con parte de las prendas de vestir con las que el niño habría desaparecido aquella madrugada; según la descripción de sus padres.
El terreno donde encontré aquella evidencia, pertenecía a un vecino que vivía sobre la acera del frente a la casa de los Mazzola, en cuya puerta había una placa de metal que decía: “Dr. Pedro Ricardo López, Odontólogo”, además de especificar su horario de atención de Lunes a viernes de 12 a 18hs. Y debajo, un cartel escrito a mano diciendo que por duelo, no atendería hasta el próximo lunes. Aun así, golpee a la puerta de aquella casa con insistencia esperando que alguien saliera a atender, pero nadie lo hizo. Fue entonces que comencé indagando a algunos vecinos de la cuadra, tratando de obtener algún tipo de información sobre aquel odontólogo aparentemente ausente.
Según aquellos vecinos, Pedro López era el único dentista del barrio, y de esos pocos profesionales a los que uno puede acudir a cualquier hora por alguna emergencia, seguros de que los va a atender. Pero desde que su esposa lo había abandonado hacía ya unos cuantos meses, el sujeto vivía solo, casi recluido, y un tanto “tirado al abandono”, según palabras textuales de un vecino al referirse a que se había dejado crecer la barba y el cabello, cuestiones que antes nunca descuidaba.
Tomando a aquel odontólogo como un posible sospechoso, ordené que dos de mis agentes se quedaran en el lugar por si el dentista aparecía, o por si alguien entraba o salía de la casa.
Hasta entonces mi reloj marcaba casi las once de la mañana, por lo que el saco gris de media estación que llevaba puesto, sumado al ajustado nudo de la corbata, comenzaba a hacerme transpirar. Y fue justo en ese momento que, como un susurro al oído, escuche la voz de alguien que me dijo: “no se olvide de su hija”, seguido de un leve escalofrío que paso por mi cuello, como si alguien me hablara por detrás y en secreto. Obviamente y como acto instintivo o de reflejo, gire la cabeza rápidamente sobre mis hombros, sin ver a nadie más que a los dos agentes que custodiaban la puerta de casa del sospechoso. Al preguntarles si habían oído a alguien hablar, ambos al unísono dijeron que nada. Solo se podía oír el constante mecer de una silla, y en ella una anciana en compañía de su perro.
Desde el lugar en el que me encontraba parado, aquella imagen visual que recuerdo era casi como sacada un libro de Stephen King. Una casa vieja, casi derruida, con las paredes teñidas por el negro color que deja la humedad, y en el centro, aquella anciana como de unos setenta y pico, hamacándose en una rústica silla de mimbre, con sus ojos fijos puestos sobre los míos; sumado a la postal de aquel enorme animal a su lado devorando entere sus fauces, un pedazo de carne cruda. Le di una última pitada a mi cigarrillo apenas empezado antes de arrojarlo al suelo, y a paso cansino, me dirigí al encuentro aquella mujer para intentar hablar con ella. Hasta que de repente, ocurrió algo inesperado.
- ¡Cuidado con el árbol! – grito la anciana con voz firme y enérgica, dejando de mecerse y golpeando el suelo con su bastón, como una madre llama la atención de un hijo.
En ese preciso instante, mis piernas se clavaron al pavimento. Y no sé si usted Ernesto, cree en Dios o los ángeles de la guarda, pero le juro que de haberme movido tan solo unos centímetros más, no estaría aquí sentado hablándole. Porque sin motivo aparente, un enorme y viejo árbol seco se desplomo explotando casi sobre mis pies, esparciendo pedazos de madera por toda la calle, y hasta arrasando con parte del tendido eléctrico.
Para cuando pude reaccionar después de aquel susto, me encontré cubriéndome el rostro con los brazos, mientras los agentes que custodiaban la casa, corrían a ver si estaba lastimado.
- ¡Estoy bien, estoy bien! - repetía nervioso tratando de recuperarme del susto.
Por suerte, no había sufrido ni un rasguño. Pero le puedo asegurar, que aquello fue como ver pasar sonriendo a la parca delante de mis ojos.
Inmediatamente ordené a los agentes que dieran parte a la municipalidad para que se ocupen de limpiar todo y revisar el resto de los árboles de la zona para evitar en el futuro alguna desgracia; Mientras la anciana seguía hamacándose apaciblemente en su silla, sin dejar de posar sus ojos en mí ni por un segundo. Y fue en ese momento, que me percate de algo aún más inquietante. Aquella septuagenaria mujer, de incisiva mirada, y que de alguna manera me acababa de salvar de morir aplastado por aquel árbol, era ciega. Exactamente como lo escuchó Sr. Krat, totalmente ciega. Evidencia de aquella discapacidad, era un enorme destello blanco, que cubrían la totalidad de sus pupilas sin iris. ¿Pero cómo pudo entonces advertirme sobre el árbol? Pensé en ese segundo, que como las personas ciegas suelen tener el oído agudizado, ella habría podido percibir el crujir de las raíces del árbol al desprenderse del suelo…o… no sé. La verdad es que en ese momento se me cruzaron muchas cosas por la cabeza tratando de buscarle una explicación inmediata al asunto, pero no la encontré.
- Buen día Señora, soy el comisario inspector Carlos Sánchez de la jefatura de policía- le dije, mientras su perro me gruñía enseñando sus colmillos, esperando que haga un paso más para hacerme su postre.
- Sé muy bien quién es usted – me respondió la mujer.
- Entonces estará enterada de lo que ocurrió anoche, en aquella casa de enfrente. Alguien al parecer se llevó al niño del matrimonio en horas de la madrugada. ¿Pudo usted notar algo que llamara su atención entre las 02:00 y las 4:00 de la mañana?, ¿algo que la pueda haber despertado quizás?
- Si usted pregunta si pude ver algo señor, solo debe mirar mis ojos y tendrá su respuesta – me dijo - Soy ciega de nacimiento. No sé, ni siquiera, lo que es ver la salida del sol por la mañana. Solo debo conformarme con sentir su tibieza, como en este momento, sobre mis arrugas. Solo soy una simple anciana que pasa sus últimas horas, sentada en esta silla. Viendo lo que otros no ven.
- ¿Perdón? a que se refiere con eso de “ver lo que otros no ven” – pregunté.
- Al parecer Dios, al olvidar darme la vista. Pensó que la mejor manera de compensarlo, era regalándome un “don”– respondió suspirando sin dejar de mecerse en su silla.
- ¿Y cuál es ese “don”?, señora…
- Corina, ese es mi nombre. Como mi abuela, y como mi madre. Va… según me contaron quienes me encontraron una mañana al alba, tirada en medio de un sembradío casi congelada, cuando tenía apenas días de vida. Pero bueno, esa es una larga historia que pertenece ya al siglo pasado. Y además usted no está aquí para escucharla.
- Lamento sinceramente escuchar eso. Pero, y disculpe mi curiosidad, aún no me dijo cuál es su don– cuestioné intrigado.
- Verá usted…de niña fui criada en un orfanato dirigido por monjas muy estrictas. Y mi ceguera, no era un motivo de lástima para ellas. A diario, debía comportarme y hacer las cosas que todos los demás niños hacían, sin importar cuánto llegara a costarme. De todos, era la única que sufría alguna discapacidad, así que muchas veces debía soportar las burlas de los demás. Hasta que una mañana, de las tantas en que las monjas me obligaban a pasar largas horas sentada en una pequeña mecedora como ésta, sola. Mientras todos aprendían a leer y escribir, menos yo, porque... ¡para que enseñarle eso a una ciega, ¿no?!, total…de qué me podría servir…
Y fue así que una de esas tristes mañanas, apareció. Algo que nunca antes había experimentado, o tal vez sí, pero quizás era muy pequeña como para recordarlo. Fue la primera vez que pude ver, sin necesidad de mis ojos. Algo que cambiaría mi vida por completo, para muchos motivo de años de plegarias, y para otros de condena. Ese día, Un fuerte viento con aroma a rosas hizo volar mis cabellos, mientras estaba allí sentada en mi vieja sillita de mimbre, seguido de voces de todas direcciones, con ensordecedores gritos de alguien pidiendo socorro. El perfume a rosas se había transformado en humo, y el calor casi llegaba a quemarme la piel. Alguien grita mi nombre, mientras siento que toman mi brazo como alejándome del calor. Pero mientras más me alejaba, los gritos se enmudecían y aquel calor intenso, se transformaba en el frío del invierno.
Dos días pasaron, hasta que con temor, decidí contarle a una de las monjas lo que me había pasado aquella mañana, a lo que respondió “no te preocupes niña, eso fue solo un sueño”, y acercándose a mi oído dijo: “Las niñas buenas sueñan con cosas buenas, y las niñas malas con cosas malas”, y se alejó.
Esa misma noche mientras todos dormíamos, un voraz incendio destruyó aquel orfanato que era mi hogar, donde perecieron varios niños, y donde solo una de las hermanas logro salvarse, la misma a quien yo le había contado mi sueño.
Los niños sobrevivientes fueron repartidos a otros orfanatos, menos yo. Estando confinada hasta mi adolescencia, a vivir en una institución mental, sin saber lo que era en realidad ese lugar hasta que cumplí mis 18 años, cuando finalmente me dejaron salir…
Editado: 22.09.2023