A penas cierro los ojos y lo primero que veo es a una mujer joven, no puedo asegurar cuantos años tiene, pero sé que es joven. Ella galopa a través del viento, su largo cabello negro, ondea fiero y sin límites. Parece que no se ha dado cuento de mi existencia pues continua en su actividad. Yo, en cambio, la persigo, quiero llegar a ella. También voy sobre un caballo, de color café con manchas blancas, a diferencia del de aquella, que es negro. Ambos caballos relinchan como si cantaran una melodía, se ven contentos hasta que, de manera sorpresiva, el cielo se nubla.
En un momento todo se vuelve frio y turbio. El aire me congela la piel. Ahora la distancia que nos separa se ha triplicado. Mi corazón pesa, quiere explotar dentro de mi ser; me sofoco. Tengo la firme sensación de que algo malo va a ocurrir. Apresuró a mi caballo, incluso lo espoleo, con todo el dolor de mi ser. No soy de agredir animales, estoy en contra de ello. Sin embargo, no tengo otra opción.
Aquella joven se detiene bruscamente, su caballo relincha enojado, da varias vueltas hasta lograr domarlo. A continuación, me mira, aunque no puedo distinguir su rostro gracias a los cientos de metros que nos separan.
Por más que le insisto a mi equino amigo, no avanzamos. En un momento contemplo la posibilidad de bajar y empezar a correr. Quizás así logre llegar a ella, porque sé que debo alcanzarla. Pero desecho la idea. Tierra se ve animal, como movediza, pero que para los caballos no resulta un obstáculo. Sus patas no tocan el suelo.
La mujer levanta un brazo en mi dirección como si quisiera alcanzarme. Puedo sentir su desesperación al igual que la mía. El cielo se torna oscuro y siniestro. De nuevo voy a perderla, otra vez sucederá la tragedia.
No pasa mucho tiempo cuando ella finalmente cae al suelo. Gritó angustiado hasta que me quedo afónico, mi corazón da un vuelco. Es entonces que mi caballo adquiere una velocidad impresionante, al punto de que al fin puedo avanzar. Luego me reúno con aquella mujer para ver su rostro tiznado y humedecido por la ligera llovizna que comienza a abrazar cada centímetro de nuestros cuerpos.
Sus ojos cerrados y su respiración entre cortada me obligan a intentar levantarla, pero con cada intento, mis manos pierden fuerza o su cuerpo se hace más pesado. Es inevitable llorar, ni siquiera las evito. El corazón me duele, no, creo que el alma me duele. No puedo hacer que despierte y me vea. El remordimiento no me deja perderla. La idea de una vida sin esa mujer, se vuelve insoportable.
—¡Por favor! No me dejes, ¡despierta! Es mi culpa, te prometo que te cuidaré, te… — y antes de que pueda terminar la oración, desierto agitado, gritándole a esa mujer que sé que murió.
Siempre es así. El sueño se transforma en una pesadilla de la que termino despertando con una agonía insoportable, la culpa me carcome, una culpa de la que no soy dueño. Jamás en mi vida he conocido a esa joven. Incluso, no soy amante de la equitación. Nunca he montado un caballo.
Finalmente reuní el valor para contarle a mi mejor amigo sobre la causante de mi insomnio. Él insinuó que podría deberse a la boda, al estrés de los preparativos o simplemente es una consecuencia al estar expuesto a operativos contra narcotraficantes.
Ambos pertenecemos al ejército desde la adolescencia, en buena parte, porque nuestros padres son Generales y, por lo mismo, debemos seguir el ejemplo y llenar de orgullo a nuestras familias. Hace años que en mí país, el Presidente le declaró la guerra al Crimen Organizado, aunque yo participé en un enfrentamiento el año pasado, del que salí ileso, no así tres soldados a mi cargo.
Con una ligera sonrisa le hago saber que mi situación no es de ahora, sino que lleva años atormentándome, casi desde que cumplí catorce años, es decir, hace diez años. Cuatro años antes de enlistarme.
—Tengo una idea — dice en cuanto entra por la puerta del baño, dentro del gimnasio. Dejo caer la ropa que segundos antes saqué del casillero. Me tomo mi tiempo para contestar porque no estoy de ánimos para otra brillante ocurrencia.
—¿No quieres saber? — insiste, desconcertado ante mi actitud distante.
—Adelante — concedo con un soplido mientras me cambió de camisa.
—Mi madre tiene una amiga psicóloga…
—¿Qué rayos, Andrés? — masculló arrugando el entrecejo. No estoy seguro si piensa que he perdido la cabeza o de verdad quiera burlase, pues sabe muy bien lo que pienso de los loqueros.
—Lo sé, lo sé, suena tonto. Bueno no me negarás que es buena idea visitar a un psicólogo.
—Es una estúpida idea.
—Es eso o seguir con los nervios hasta que llegue el día…
—No estoy así porque me voy a casar.
—Está bien, te creo. Ya concerté la cita…
—¿La qué?
—Es mañana.
—No pienso ir.
—Solo piénsalo.
Negué con la cabeza. Ajusté las agujetas de los botines y salí de los vestidores sin abotonar la camisa para no darle la oportunidad de decir sandeces.
No pensaba ir, de no ser porque en la noche siguiente, en el suelo-pesadilla, aquella joven me habló por primera vez. Sus palabras quedaron grabadas en mi mente. Tanto que desperté llorando y con un fuerte dolor en el pecho.