Thalion caminaba por las bulliciosas calles de la ciudad, el eco de sus pasos resonaba en el pavimento de piedra. Había pasado los últimos seis años en esta ciudad, donde había vivido en una posada acogedora, pero su corazón anhelaba el lejano bosque de los elfos, su verdadero hogar. La aldea de Valiraeth, con sus casas construidas en los árboles y a nivel del suelo, se alza en un bosque montañoso. Desde el borde de un acantilado que marcaba el límite de la aldea, las vistas eran hermosas, y el susurro de los vientos altos se entrelazan con la paz del paisaje en un mar de serenidad, en armonía con el cielo y la tierra. Allí, los arbustos de bayas y los pequeños árboles frutales florecían, y el aire siempre estaba impregnado del dulce aroma de las flores silvestres.
Thalion era un elfo de figura esbelta, con cabello largo y plateado que caía en suaves ondas sobre sus hombros. Sus ojos, verdes, reflejaban una sabiduría que iba más allá de su juventud. Era conocido por su bondad y su sentido de la justicia, siempre dispuesto a ayudar a los necesitados. Sin embargo, también llevaba consigo una melancolía que a menudo lo hacía parecer distante. Había aprendido a ser cauteloso en un mundo donde la traición y la avaricia podían surgir en cualquier esquina. Su moralidad era firme, guiada por un profundo respeto por la vida y la naturaleza, pero también por un deseo de proteger a aquellos que no podían defenderse.
Después de un largo recorrido, Thalion llegó a la posada donde había pasado sus años en la ciudad. La posada, un acogedor edificio de madera con techos de paja, era un refugio familiar. Aunque siempre había pagado por su habitación, rara vez la usaba, ya que sus misiones con Garruk y Elenion lo mantenían en constante movimiento. Juntos, habían forjado su fama en la región, enfrentándose a tribus de goblins que aterrorizaban a los viajeros, derrotando a un nigromante que había resucitado a los muertos en un pequeño pueblo, y venciendo a un gran hipogrifo que devoraba a los aldeanos. Cada victoria había tejido una historia que resonaba en las tabernas y mercados, convirtiéndolos en leyendas locales.
Al entrar en la posada, el cálido resplandor de las antorchas iluminó su rostro, creando un contraste acogedor con la fría brisa de la noche. Las paredes de madera estaban adornadas con tapices que narraban historias de héroes y leyendas, mientras el suave murmullo de los clientes y el crepitar del fuego en la chimenea llenaban el aire con una sensación de hogar. La posadera, una mujer de cara amable y manos callosas, lo saludó con una sonrisa que irradiaba calidez. Su nombre era Elara, y durante los años que Thalion había pasado allí, ella se había convertido en una figura familiar, casi como una tía cariñosa que siempre estaba dispuesta a escuchar y ofrecer un consejo. Elara siempre le había guardado un plato caliente y un rincón acogedor, incluso en noches en que regresaba tarde de misiones agotadoras
—¡Thalion! —exclamó Elara, acercándose con una bandeja de comida—. ¡Qué alegría verte de nuevo! ¿Cómo estás?
—Saludos, Elara —dijo Thalion, sonriendo con suavidad—. Me encuentro bien, aunque el alma me pide regresar. Vine a despedirme; pronto regresaré al bosque, a mi hogar.
—Oh, ¿de verdad? —dijo Elara, con una mezcla de sorpresa y tristeza—. Te extrañaremos. Esta siempre será tu casa —dijo ella, su voz suave—. Esto no va a ser lo mismo sin ti. ¿Recuerdas la vez que trajiste a Garruk y Elenion? ¡Casi rompieron la mesa de tanto reír!
Thalion rió, recordando la anécdota. —Sí, y tú casi nos echas por el ruido.
—¡Nunca haría eso! —respondió ella, riendo—. Pero, ¿estás seguro de que quieres irte? La ciudad te necesita, y yo también.
Lo sé, Elara, y valoro profundamente lo que he encontrado aquí. Pero siento una sombra de lo que aún no comprendo —respondió Thalion, sus ojos reflejando una nostalgia teñida de preocupación—. Debo regresar, encontrar consejo y claridad entre los míos, para entender lo que este presentimiento podría significar para el porvenir.
Elara lo miró con comprensión. —A veces, el hogar no es solo un lugar, sino un sentimiento. Pero antes de que te vayas, ¿hay algo que necesites?
Thalion pensó por un momento. —En realidad, sí. Me gustaría llevar algo de aquí, algo que me recuerde a ti y a este lugar.
Elara sonrió y le ofreció un pequeño amuleto de madera tallada en forma de hoja. —Este es un símbolo de la naturaleza. Te protegerá en tu viaje y te recordará que siempre tendrás un hogar aquí.
Thalion aceptó el amuleto, su expresión se tornó solemne. —Gracias, Elara. Llevaré esto y el recuerdo de esta ciudad como un susurro en mi viaje, un vínculo que me acompañará dondequiera que vaya.
Después de dar una generosa propina a la posadera, disfrutó de una última comida en la posada, saboreando los platos que siempre le habían parecido exquisitos. La comida era un festín de sabores, y cada bocado le recordaba los momentos compartidos con Garruk y Elenion. Sin embargo, la tristeza se apoderó de él al pensar que esos días habían llegado a su fin.
Mientras miraba a su alrededor, se dio cuenta de que la posada había sido más que un simple refugio; había sido su hogar durante varios años, un lugar donde había encontrado consuelo y amistad. Con una sonrisa melancólica, Thalion se despidió de Elara, sabiendo que aunque se marchaba, nunca olvidaría su tiempo allí. La posada siempre tendría un lugar especial en su corazón, un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay un hogar al que regresar.
Antes de abandonar la ciudad, Thalion sintió que debía hacer algo importante. Recordó a un viejo amigo, un enano llamado Dorian, quien había forjado su daga. Decidió visitarlo para despedirse y agradecerle por su trabajo. Al llegar a la forja, el sonido rítmico del martillo golpeando el metal resonaba en el aire, y el calor del lugar lo envolvió como una ola.
Dorian, un enano de estatura baja pero de complexión sólida y hombros anchos, sostenía el martillo con una mano firme. Su barba espesa y entrelazada con cuentas de metal caía hasta el pecho, y sus cejas pobladas daban sombra a unos ojos oscuros y atentos. A pesar de su aspecto severo, su mirada revelaba una calidez reservada. El delantal de cuero ennegrecido por el hollín y las quemaduras llevaba las marcas de un oficio ejercido con habilidad y dedicación.
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Editado: 08.11.2024