Habían pasado tres semanas desde que Lyraen realmente dictó el destino de Aztriel. Sería una hechicera. No sabía cuál era el propósito de esto, pero había algo que todos en el instituto, incluido el director, parecían ocultar, tanto a los estudiantes como a ella. Pasaba horas en la biblioteca después de las clases de hechizos, aunque no era muy buena en ellos, y se esforzaba por mejorar. Estaba investigando sobre Lyraen, pero no encontraba nada. Era como si intentaran borrar su existencia de la historia. Todo lo que Aztriel sabía era que el director había atrapado su alma en uno de esos espejos, y por eso no había hecho nada aquel día cuando Lyraen se manifestó. Nadie más parecía saber que el alma de Lyraen estaba atrapada en el instituto, lo que confirmaba que el director escondía algo.
La profesora Astrid evitaba a Aztriel, al igual que todos los demás en el instituto, seguramente todos ya se habían enterado de lo que la chica vio, y aunque era extraño, Aztriel lo agradecía. No quería hablar con nadie, especialmente no con las princesas arrogantes ni con los príncipes engreídos. Sin embargo, se había llevado bien con algunos hechiceros y hechiceras, aunque siempre le preguntaban si tenía alguna conexión de sangre con Lyraen. Una chica particularmente extraña creía que Aztriel era la sucesora de Lyraen y que había sido elegida para sustituirla. Aunque era una teoría loca, Aztriel tenía que soportarla, ya que esa chica era su compañera de habitación y pasaba la noche escuchando sus preguntas y teorías. A pesar de todo, la chica era una buena hechicera y sus hechizos siempre eran los mejores de la clase.
Aztriel caminaba por el bosque que se encontraba dentro del instituto. Había caminos que llevaban a ciertos lugares donde se impartían clases, como la clase de ciencia de hechizos, que estaba alejada del castillo debido a que los estudiantes, sin experiencia, solían incendiar el edificio accidentalmente. Afortunadamente, a Aztriel no se le había obligado a usar más esos vestidos esponjosos, y ahora solo usaba el uniforme y la ropa que, de alguna forma, había aparecido por arte de magia en su habitación. Aunque no había vuelto a escuchar las voces, lo que la hacía dudar de la salud mental de la profesora Astrid, su estadía en el instituto se había vuelto relativamente tranquila. Sin embargo, sabía que debía mantenerse alerta en todo momento.
Aztriel solía llegar a la clase de hechizos más temprano que los demás, incluso antes que el profesor. Le gustaba estar sola, aunque fuera por un momento, ya que la soledad era un lujo que no se podía permitir en ese colegio, especialmente con su compañera de habitación y las numerosas clases que debía tomar por ser una hechicera. Aztriel había dejado de subestimar a las princesas y sus tardes de té en el jardín de las hadas, ya que los hechizos eran difíciles, aunque al menos no había quemado el laboratorio, como lo había hecho el chico pelirrojo que siempre causaba desastres al intentar hacer algún hechizo o poción.
En sus caminatas, Aztriel se había encontrado con ninfas y había aprendido a no mirarlas a los ojos, a pesar de su atrayente belleza. También había conocido a duendes traviesos y feos, hadas del bosque que siempre la regañaban por caminar por donde no debía, y un gigante obsesionado con las rosas blancas del jardín de las hadas. Las sirenas intentaban constantemente atraer a los chicos para llevárselos, aunque Aztriel aún no sabía para qué. Todo esto la había enseñado que el instituto era un lugar lleno de peligros ocultos.
El director nunca salía de su torre, y solo a veces su figura se reflejaba en el gran ventanal, siempre con la mirada puesta hacia el valle inquietante. Estos comportamientos habían llevado a Aztriel a sospechar que el director ocultaba algo.
Aún así, debía esperar hasta su segundo año para obtener sus poderes, según sus notas. Aunque no quería ser hechicera y pertenecer a ese lugar, siempre se había dedicado a lo que se le había otorgado, y esta vez, se le había otorgado ser hechicera por un alma en pena. Nada de esto tenía sentido, pero cada día se volvía más real, como un cuento para niños tan ficticio que jamás sucedería, pero que, en su caso, había cambiado su realidad.
Nunca comprendería al cáliz.
Aztriel entró en el salón de hechizos, pero no estaba sola. El chico pelirrojo y torpe estaba ahí, conjurando algo. Aztriel se acercó a él, entrecerrando los ojos con desconfianza.
—¿Qué haces? —preguntó Aztriel al notar la concentración del chico pelirrojo.
Él se volvió al escucharla, un poco sobresaltado.
—Un conjuro —contestó con torpeza.
—¿De qué tipo? —inquirió Aztriel, con curiosidad.
—Evocación.
Aztriel levantó las cejas, sorprendida.
—¿No es muy difícil para un hechicero recién llegado? —dijo, pensando en los riesgos.
—Debo mejorar mis notas, si no seré un fracasado —respondió él, con un suspiro que Aztriel comprendió bien.
—Terminarás haciéndote daño —le advirtió.
—Es el precio a pagar por la perfección —replicó el chico, con determinación.
—Tal vez —concedió Aztriel, aunque no parecía convencida.
Se acomodó para observarlo mejor, recargándose en el escritorio del profesor mientras el chico continuaba recitando palabras en un murmullo concentrado. De repente, un estallido, no tan fuerte, envió una racha de aire hacia ellos. Sin embargo, lo que apareció no era un hechizo de evocación.
—¿Un portal? —pensó Aztriel, retrocediendo con cautela al ver cómo una mano arrugada y mojada se asomaba desde el otro lado. Sonidos guturales y extraños emergieron del portal, pero antes de que la figura lograra salir por completo, el portal se cerró bruscamente, dejando solo gotas de agua en el suelo.
—Llegaron temprano —dijo una voz detrás de ellos, sacándolos de su asombro.
El profesor había llegado y los miraba escéptico, posicionándose frente a ellos.
—¿Sucede algo? —preguntó, aunque su tono sugería que no esperaba una respuesta preocupante.
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Editado: 17.11.2024