Lo ha dicho en un tono que mezcla la superioridad y la amabilidad, así que mejor me callo y me siento a la mesa. Es un salón muy amplio. Demasiado espacio solo para Greg. Al fondo tiene una cristalera que hace posible ver el jardín y, a lo lejos, la plantación. Hay un mueble gigante de madera de roble de color claro, con muchas fotografías familiares. Es como un mausoleo de la familia porque veo algunas fotos que son en blanco y negro. Ahí está la historia de los Gordon. Es imposible no fijarse en el retrato de una mujer de pelo castaño que está en el centro del mueble, sonriendo. Si me fijo bien, creo que es la misma mujer que hay esculpida en la fuente de la entrada de la casa. Tiene una mirada intensa. Cuando miro el retrato parece que esté queriéndome decir algo.
Llevo un rato sentado en la mesa y nadie me acompaña. Miro a los sofás y la chimenea, el espacio que más usa Greg. Pienso que la plantación poco le importa ya, va a morirse siendo más rico de lo que yo puedo imaginar. La edad, supongo, hace que quieras vivir de otra manera. Admiro los cubiertos de plata y los platos de porcelana. Deben valer una fortuna. Esos objetos, por pequeños, menudos e inertes, son más de lo que yo soy. Greg vuelve, se quita el sombrero y se sienta presidenciando la mesa. Lo tengo a mi derecha. Estoy nervioso, pero intento que no se note, por eso no le miro. Tampoco hablo. Miro hacia arriba, hacia abajo. Al final decido quedarme admirando a la mujer de pelo castaño del retrato que sobresale por encima de todos en el mueble que tengo enfrente.
—Una mujer demasiado valiente. —Dice él.
—¿Qué? —Gano tiempo, me ha pillado mirando las intimidades de su familia.
—La chica del cuadro, digo. Esa que no dejas de mirar.
—Debe ser muy importante para usted, ¿no?
—Ni se lo imagina, Eric.
—¿Un amor de la juventud? —Pregunto, no sé si estoy haciendo bien.
—El amor de toda mi vida. A veces me da por admirar esa fotografía, tal y como usted está haciendo. Me hace pensar, reflexionar. Recordar.
—Es extraño señor, pero esa chica...tiene algo. Me tiene como...hipnotizado. Es como si la hubiera visto antes. Es raro sentir que una imagen puede transmitir tanto. —No quiero faltarle al respeto. Ya me ha dicho que fue un amor que, por lo que deduzco, nunca pudo colmatarse y que, aún hoy, no ha olvidado. Será por eso que, desde hace tiempo, Greg está triste y más solo de lo que parece.
—Ella pasaba mucho tiempo en esta casa. Quizá sea por eso que la recuerdas. A pesar de todo, te entiendo. Tiene una mirada mágica. Fuerte. Potente.
Sophie entra al salón, le da un beso a su padre en la mejilla y se sienta frente a mí. No sé qué estará pensando Greg, solo espero que no se le pase por la mente las travesuras que ha podido hacer conmigo la boca de su hija. Greg hace un gesto y los esclavos del servicio empiezan a traer la comida. Una sopa de primero, una carne con salsa caramelizada, arroz blanco cocido y unas patatas cortadas de forma anormal de segundo y un pequeño helado, de postre. Mientras comemos, evito hablar e interrumpir las exóticas aventuras urbanas que Sophie cuenta a su padre, prefiero escuchar cómo es la vida de Leonard Montana, el mejor futbolista del mundo en la actualidad. Tampoco Greg le hace mucho caso, porque solo asiente. A veces me mira fijamente a los ojos, como si intentara descubrir mis intenciones o ver algo en mí que está oculto a la vista. Sophie está hablando sin parar para ocultar su vergüenza por lo sucedido, para no parecer culpable. Se le nota. Yo, en cambio, permanezco callado, saboreando la deliciosa comida, sin parecer un desesperado hambriento. Tengo unos modales educativos que me enseñaron en esta casa y tengo que usarlos. Puede que eso me baje la pena.
—Parece que se agotaron los minutos de cortesía. —Dice Greg al ver a su hija terminar el helado. —Acompañadme, por favor, los dos. —Nos hace un gesto cuando nos levantamos de la mesa para sentarnos en los sofás, ante la chimenea. —Tres cafés. —Pide al servicio.
Nos traen los cafés. Estoy sentado al lado de Sophie. Ella está nerviosa, lo sé porque no deja de mover uno de sus pies. Con ese movimiento, hace que el sofá y yo, temblemos. ¿De qué tiene miedo Sophie? Para ella solo será una regañina, aunque tenga que pasar un duro trago y se sonroje. Greg Gordon da un sorbo de su café y se sienta, mirándonos a ambos. Odio este tipo de silencio, como si las miradas no hablaran.
—Supongo que lo sabéis, pero lo que habéis hecho ha estado mal. Muy mal. —Repite. Siempre habla con tranquilidad y parsimonia. No lo entiendo, parece que no tiene sangre.
—Papá...
—Sin embargo, no habría estado tan mal si Luke no hubiera metido las narices donde no le llaman. Habría pasado, y punto, ¿no es así? —Ni loco voy a participar en la conversación. —Me habéis decepcionado, los dos. Pero vosotros no tenéis la culpa, la tengo yo. —¿De qué habla? La edad le está afectando.
—Si me permite el comentario, el único culpable soy yo. Tenía que estar trabajando y no debimos quedarnos solos. —Tenía que decirlo, no quiero que Sophie tenga problemas con su matrimonio y su futuro. Ella es mi mejor amiga y tiene todas las oportunidades para crecer como persona y ser feliz. Yo...solo soy un esclavo.
—La humildad te honra, Eric, pero no vale de excusa. Dos no se pelean, si uno no quiere. Así que, algo tendré que hacer con vosotros... —Greg se levanta y se pasea por el salón, pensando. No dice nada. Se para ante el retrato de aquella misteriosa mujer.