Cronorevolution: un esclavo en las Provincias Unidas

Capítulo 15

En el trayecto a casa, andando lentamente mientras Paris lee, pienso que nos hemos quedado a las puertas. A un paso de descubrir la clave que parecía lo iba a unir todo. Mi madre, la Diosa, el Colapso, Julie Bell. Diego Márquez también tiene su pieza en este rompecabezas. ¡Maldito contrabandista! Estoy convencido de que él puede llevarnos a una de las comunidades de la Diosa y la Sacerdotisa. Pero no se fía de nosotros, y es normal a decir verdad. Diego nunca nos dirá cómo llegar hasta ellos. Protege una religión que está muy perseguida en las Provincias Unidas. Si fueran mínimamente visibles seguro que serían aniquilados. Tienen que permanecer herméticos para estar a salvo. Pero tiene que haber algún modo de entrar.

Así que seguimos perdidos. Paris va a contrarreloj con su investigación. No queda mucho tiempo para que se acaben con los estudios de Historia en la Universidad, lo que sería, según ella, una terrible pérdida, aunque no lo termino de entender. Yo estoy más lejos de mi madre, de la auténtica historia de mi vida. Solo nos queda, a los dos, viajar en el tiempo. Quizá sea esa la única forma de indagar de verdad en todos los interrogantes que tenemos.

—¿Estados Unidos de América? —Repito en voz alta y pausada la pregunta de Paris. —No he oído ese nombre en mi vida. Ni idea. Tú eres la historiadora, ¿no?

La estatua de la libertad fue escrito por Marc L. Thompson en el 139 d.C. Hace relativamente poco tiempo. Y habla sobre los Estados Unidos de América como el país que existía antes, durante y después del Colapso…

—¿Cómo puede ser eso? ¿Y las Provincias? ¿Estás segura de que ese libro no es una patraña más? Diego Márquez no es de fiar, aunque nos haya tratado con benevolencia esta vez.

—Según nuestra Historia, las Provincias existen desde el Colapso. Tendré que investigarlo más. Seguro que contiene información o alguna idea para sacarme de este bloqueo…

—¿Sabes a qué me suena a mí? A las Provincias Unidas de América. Ese chiflado cambió una palabra y ya tenía montada su teoría. —Lo digo sin pensarlo, la verdad.

Evito reflexionar más porque ya me duele la cabeza. Me centro en el momento. En el suave y lento andar de Paris, en mi caminar a su lado. En el mar. En la multitud de personas y sus diferentes rostros. Son libres. Hacen deporte, se bañan en la playa, dan un paseo. Me siento raro. Es un mundo que no es el mío, pero en el que estoy entrando. No debo olvidar que soy un esclavo, me recuerdo.

Aunque quedan todavía unas horas para la cena, el señor Stonecraft nos está esperando con la mesa puesta. Yo estoy demasiado cansado y necesito una ducha para relajarme. Paris, ensimismada en la lectura y haciendo patente la continuidad del enfado con su padre, sube las escaleras hacia su cuarto a una velocidad increíble. Matt Stonecraft agacha la cabeza y suspira, como derrotado. Me lanza una mirada de súplica. Yo no sé qué hacer en estos casos. Espero unos segundos, a que Paris cierra la puerta de su habitación, y asalto al señor Stonecraft.

—Tú sabes dónde está, ¿verdad? —Puede que el señor Stonecraft guarde más cosas dentro de las que damos por hecho. Se lo pregunto porque parece ser la última oportunidad de obtener una pista por la que guiarnos. Para no quedarnos atrapados en el laberinto.

—Yo no sé nada… Nada. Yo, nada. —Dispara esa excusa sin pensar, de carrerilla, como si no hubiera sido la primera vez que dice esas palabras. Recuerdo lo que dijo Paris acerca de que trabajaba hasta la extenuación en la Tecnofield Science Company y le entiendo y compadezco. Debían ser duros con él. Veo que me mira a los ojos y se serena. Bebe un trago de vino. —¿Qué quieres decir exactamente?

—Ya sabes, a ella. A Julie. ¿Sabes dónde está o no?

—Ah, eso. Desgraciadamente no, Eric. Traté por todos los medios, al principio, que volviera. Por Paris. Intenté persuadirla, contentarla. Nada fue suficiente. Con el paso de los años, quise buscarla, pero era imposible. Su rastro se había perdido. Como dijo en esa carta, entregó su vida a la Diosa. No hay nada más que sepa de ella.

—La Diosa. La Sacerdotisa. Aquí todo el mundo las conoce, menos yo. Usted también. —Recuerdo al Matt Stonecraft joven, del pasado, sentado en aquel bar. Comprometido con la rebelión de esclavos.

—Mucha gente las conoce, Eric, pero tuvimos que olvidarlas. Era lo mejor. Ahora Paris la ha traído de vuelta a nuestras vidas.

—Quizá deba y pueda ayudarnos. Seguro que hay algo que…

—No sé más que tú, ni que ella. El mundo ha cambiado mucho en los últimos veinte años. Los conocimientos se quedan obsoletos a los días. Las cosas cambian, no permanecen intactas. De aquello—se queda un segundo pensativo y nostálgico—hace ya una eternidad.

¿Esa mirada de melancolía hacia el pasado tendrá algo que ver con su máquina del tiempo? ¿Miente el señor Stonecraft? ¿Podría tener él respuestas a nuestras preguntas? ¿O solo es un genio que se dedica a la ciencia? Lo miro. Se encuentra desolado por ese malentendido con Paris. Confundido, también, por mi curiosidad. Así, solo me parece un magnífico tecnocientífico que busca poder darle a su hija el sueño que tanto ansía. Pienso que si Matt Stonecraft supiera con certeza el paradero de Julie Bell ya lo habría confesado con el objetivo de obtener de nuevo el crédito de Paris.

La cena se queda fría. En la mesa solo ha bajado el nivel de la botella de vino. El señor Stonecraft no tarda en marcharse a su taller. Paris sigue en su cuarto y yo me doy la ducha que necesitaba para relajar mis músculos. Cuando termino me pongo a ver fútbol en la Pantalla, no sin antes tragarme varios anuncios sobre las Elecciones Provinciales. Me acomodo en la cama a los cinco minutos de partido, cuando Paris entra sin llamar.




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