Cronorevolution: un esclavo en las Provincias Unidas

Capítulo 16

Se levanta un viento que se lleva la fina arena. Me resguardo con los brazos para evitar que me nuble la vista. Solo escucho el sonido del aire arreciando y el de las olas del mar al morir en la orilla. Algo muy relajante de no ser por el nerviosismo que me corre por la sangre y los latidos cada vez más rápidos de mi corazón. Paris sigue bajo el agua y ya han pasado otros tres o cuatro minutos. Trato de mirar más allá de la superficie del océano, tranquila y oscura, solo iluminado por los rayos de la luna. Admiro el enorme acantilado y las rocas que se han ido despeñando hacia la playa con el paso de los años. Si me giro se otean a lo lejos las luces de la ciudad y los aeromóviles yendo y viniendo por las aerovías.

Me callo un momento e intento no respirar para agudizar mi sentido del oído. Me quito la gorra, la camiseta y las zapatillas y las entierro en la arena, junto con la blusa de Paris. Ha llegado el momento de enfrentarme a la inmensidad del mar. Ni lo pienso. Me basta saber que Paris corre un riesgo real para entender que tengo que actuar cuanto antes. Al fin y al cabo, para eso me compró. Para eso soy su esclavo. Y sé que esos tipos que también se han metido en el agua, si son seguidores de la Diosa, pueden ser tan peligrosos como la Policía Provincial. Camino hasta el límite de la tierra firme y me adentro lentamente en territorio desconocido. El agua, que está helada, acaricia todo mi cuerpo, mientras me voy sumergiendo cada vez más y más. Cuando me decido hundo mi cabeza y noto el sabor salado del agua. Buceo como puedo, moviendo rápidamente mis brazos. El océano tira de mí hacia abajo y procuro tomar impulso hacia la superficie, porque necesito respirar. Pero mis articulaciones no responden. Noto cómo algo me empuja hacia arriba y, al fin, inhalo el tan deseado oxígeno de manera exagerada, abriendo y haciendo ruido con la boca.

—¿No te había dicho que te quedaras esperando? —Susurra. Es Paris.

Todavía no la logro ver porque las gotas de agua me impiden abrir los ojos y porque estoy más preocupado de llevar aire hasta mis pulmones.

—Llevabas más de…diez…minutos. Pensaba que…que te ahogabas…—Logro decir, entrecortando mis palabras con la respiración.

Paris se aproxima hacia mí y me ayuda a sostenerme en el agua. Me enseña que hay que ir moviendo las piernas y los brazos, con golpes bruscos, para no hundirse. Sus labios se encuentran amoratados, su pelo mojado. El agua choca contra su piel.

—No podemos quedarnos aquí. He descubierto dónde iba esa gente.

No pregunto porque sigo respirando. Nadamos hacia el acantilado, que se erige poderoso desde aquí, hasta lo que parece ser el cielo. Paris me va ayudando.

—Ahora tienes que aguantar la respiración todo lo que puedas. No me puedes soltar, ¿entiendes?

Asiento, tímido y tiritando. He de reconocer que tengo miedo. Pocas veces en mi vida lo he sentido. No lo había tenido ni cuando fui apuntado con una pistola de balas o cuando Luke me estaba pegando aquella paliza. Creía que nada me atemorizaba, pero la fuerza del mar sí que lo hace.

Paris coge aire y se sumerge. La imito y su mano tira de mí hacia las profundidades. Muevo mi cuerpo tal y como lo hace ella. Descendemos metros y metros. El escarpado acantilado se proyecta hacia prácticamente el fondo del océano, que, aunque no lo veo, se encuentra muy alejado de nosotros. Traspasamos riscos y peñascos por una abertura natural de las rocas. Hemos cruzado el acantilado. Paris no me suelta. Sigue cogiéndome con fuerza y yo me aferro a ella. Vamos subiendo hasta que, de nuevo, respiro el bendito aire, volviendo a abrir la boca insistentemente.

—La ciudad de Nueva América no acaba en el acantilado. —Me dice.

—¿Qué? —Apenas me sale la voz de la garganta.

Echo un vistazo rápido y no entiendo lo que ha dicho. A pesar de la noche oscura puedo seguir viendo cómo la montaña rocosa se extiende hasta lo que parece ser el fin del firmamento.

—Vamos, no hagas mucho ruido.

Sigo a Paris por la superficie del agua, nadando suavemente, y llegamos a una pequeñísima playa. Apenas tiene espacio para la arena, mucho más gruesa que la del mercado y el paseo marítimo, porque el escarpado acantilado es dueño de todo. Llego a tierra firme arrastrándome y me dejo caer entre las piedrecillas. Suspiro aliviado. Tengo frío. Mi piel se eriza. Me incorporo un poco y atisbo la silueta de Paris. Su pecho, su espalda. Está palpando la roca. No sé qué hace. Se mueve por toda la estrecha playa, buscando algo.

—¿Tú no habías descubierto algo? —Le pregunto. Y conforme lo hago, Paris desaparece tras las rocas.

—¡Paris! —La llamo a susurros. Me levanto a buscarla cuando la oscuridad me permite ver su silueta en lo que parece ser la entrada a una cueva.

—¡Vamos, Eric! Es por aquí. —Me arenga en voz baja.

Andar no me sienta bien. Estoy un poco mareado. El mar, su textura. Sus riesgos. La piel de Paris. Sus dedos arrugados. El frío. La humedad y el olor a salitre de mi cuerpo medio desnudo, mezclados como crema pegajosa en mi espalda. Apenas consigo dar dos pasos rectos. Mi sentido del equilibrio se visto mermado.

—¿Estás bien, Eric? —Paris me pone una mano en la mejilla, como si tratara de abofetearme de forma suave. Yo entrecierro los ojos. —¡Eric! —Asiento como puedo. —Estamos cerca. —Me coge de la mano.

Descubro, a medida que progresamos, que no es una cueva sino un enorme túnel que se va ramificando en otros más pequeños y estrechos. La noche se ha hecho por completo. Apenas conseguimos ver nada. Continuamos, lentamente, a pesar de ir a tientas, hasta que logramos divisar una pequeña luz amarillenta que, poco a poco, se va agrandando.




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